(Saliendo un poco más de la profunda zanja de la ignorancia)
Creo que nunca supe de la existencia de Monfragüe antes de haber escuchado a Extremoduro, allá por finales de los ochenta; vivía una ignorancia feliz. Después ya viví en una ignorancia consciente, experimentada como una carencia, aunque no lo suficientemente castrante como para ponerle remedio en los siguientes veinte años... Hasta el pasado puente del Pilar en el que Gema me sacó de mi mundo madrileño-trescantiano-escurialense.
No sé si acaso más sangrante es la ignorancia en la que vivía acerca del curso del río que nace en mi pueblo, Escarabajosa del Tiétar (pueblo que no encontraréis en los mapas, pues tiempo ha que los caciques católicos le pusieron un nombre más acorde con su ideario), aunque nace muerto, un aborto, vamos, ya que no lleva nada de agua. Su pista la perdía en el siguiente pueblo. ¿Falta de curiosidad?
Y toda la vida oyendo hablar de la Vera, de lo bonito que era. Toda la vida yendo a Gredos y jamás me dio por bajar a Candeleda, Jaraíz, Jarandilla, etc. Mi mundo acababa en Arenas y Guisando. Bien es cierto que nunca me gustó mucho el turismo y que me tiraba más la montaña que la ribera de los ríos, pero en veinte años que hace que conduzco tiempo habría para todo.
Ni siquiera tuve la curiosidad de buscar fotos. Pero a lo largo de estos veinte años me hice una imagen mental de lo que debían ser esos pueblos y parajes. Una imagen, por supuesto idealizada: pueblos con casitas blancas, abundante vegetación, el frescor del río respirándose en sus calles... Monfragüe en cambio lo imaginaba a veces desértico, a veces paradisíaco (aunque entonces no sabía qué pintaban los buitres en el paraíso, porque pensar en Monfragüe es pensar en buitres)
Pues ni una cosa, ni la otra: ni Monfragüe es un desierto, ni es un paraíso, ni los pueblos de la Vera son blancos, ni su vegetación es exuberante, ni el río pasa por los mismos. Todo fue un fiasco para mi imaginación alimentada por quimeras. Me di un baño de realidad: la vegetación de la Vera es la misma que la de mi pueblo, que para eso es la vera del mismo río, si bien es cierto que allí son un poco más horteras y han plantado palmeras en la entrada de los pueblos. Y de palmera, palma; y la palma a lo más hortera se lo lleva Losar de la Vera con sus setos podados a lo Eduardo Manostijeras. Horteras, sí, pero me gustan, qué le vamos a hacer.
En fin, no me hagáis mucho caso, pues la Vera la vimos desde el coche camino de Monfragüe, solo paramos en Candeleda y Madrigal. Demasiados kilómetros perturban la percepción... Pero al menos me hice una idea más cercana a la realidad.
Dormimos en un camping de Madrigal y a la mañana siguiente continuamos nuestro camino. Llegamos sobre la hora de comer a Villareal de San Carlos tras intentar infructuosamente pillar una habitación rural en un hotel muy cuco, tras desviarnos hacia los Saltos del Torrejón, donde los ríos Tiétar y Tajo son represados y donde Gema tuvo a bien patear con la espinilla un tronco que estaba clavado en el suelo a modo de bolardo anti-parking. Mi sorpresa fue bastante grata cuando supe que allí mismo, frente a mí, confluían los dos ríos. Desde pequeño sabía que el Tiétar era afluente del Tajo, así lo decían aquellas cancioncillas que nos aprendíamos de memoria y que ya se nos han olvidado (nunca olvidé lo del Tiétar, pues era "mi" río). Pero nunca supe el lugar donde desembocaba hasta el pasado fin de semana. Ni siquiera sabía que el Tajo pasaba por Monfragüe. Ah, la ignorancia.
Y... Bueno, Villareal es el típico poblado turístico-fantasma, semejante a Patones de Arriba, donde no vive nadie, aunque hay gente que trabaja dedicada a la información y restauración del turista que por allí campa: casas de piedra autóctona y algún chozo con tejadillo de ramas, merenderos para turistas, restaurante, casa rural, museo "antropológico", chiringuito...
Logramos hacernos con una mesa y dos sillas mugrientas, así como con dos bocatas y cervezas; nos los comimos volvimos a intentar lo de la habitación (esta vez por teléfono y de nuevo sin éxito) y nos fuimos a sestear a una de las pocas sombras que había y que quedaban libres. Tras ello nos aventuramos a dar un paseillo vespertino... Eran las cinco de la tarde.
Sí, ya sé que no son horas de salir a pasear. Pero el tiempo se nos había echado encima y solo nos quedaba esa tarde y la mañana siguiente. Así que cogimos mochila, agua y folleto/pseudomapa explicativo de la ruta y empezamos a caminar hacia el Cerro Gimio. Lo más sorprendente, como ya he dicho, fue el tipo de vegetación y paisaje que allí encontramos: si me hubieran llevado con los ojos cerrados y me hubieran soltado, podría haber jurado que estaba en Guadalajara o en algún lugar de la Sierra Este madrileña (Patones, Valdepeñas, Alpedrete): encinas, jaras, pizarras, arcillas... Ya en lo alto del Cerro Gimio pudimos observar la Sierra de las Corchuelas, con el Pico Monfragüe, el Castillo y la ermita; y a sus pies el Tajo (un tanto venido a menos por aquello de las presas y la sequía) con algún arroyo afluente. La vuelta se hizo un poco más llevadera porque el calor había disminuido.
De nuevo en Villareal, tras los siete kilómetros andados, nos comimos una frutilla y regresamos por la carretera hacia un camping que había a la entrada del parque, a unos 10 o 15 km. Pues era la única opción que nos quedaba para "alojarnos".
Sabido es que una noche de acampada te deja el cuerpo molido; dos, ni te cuento. A la tercera, sin embargo, te vas acostumbrando, pero no teníamos días para comprobarlo. De modo es que con el cuerpo maltrecho, aunque con el estómago bien apañado (que al menos el camping tenía restaurante) volvimos a Villareal para acometer la Ruta del Castillo, que según el folleto rondaba los 18 km., pero que nosotros entre unas cosas y otras lo dejamos en 13; más que nada por no andar cerca de la carretera.
Comenzamos por realizar una variante del itinerario para ir lo más cerca posible de la desembocadura del Tiétar (era una ilusión que tenía, hombre). Después bajamos hasta la orilla del Tajo, cruzamos por el puente del Cardenal, un puente que a veces se sumerge bajo las aguas en función de los embalses de los alrededores. En las fotos podéis ver cómo está el puente. Ésta fue una de las partes más bonitas del camino... Bonita o, más bien, espectacular, un espectáculo consistente básicamente en cosas muertas, plantas y construcciones ahogadas por las aguas, esqueletos de vidas pasadas... No carentes de belleza.
Llegamos a la Fuente del Francés, donde el agua tenía el color de la arcilla... Aunque sabía mejor que la de Villareal. Bebimos de ella, rellenamos las cantimploras, hicimos perder el miedo a la gente reticente, y cuando bajamos del castillo el agua que brotaba tenía el color del agua, o sea ninguno, pura y transparente. Misterios.
Subimos hasta el castillo y la ermita, cuya imagen, hecha en Jerusalén, es bastante antigua (aunque no recuerdo de cuándo, ya que no había nacido). El castillo es una torre resto de una fortificación mozárabe, aunque algo restaurada. Resalta la barandilla de las almenas para evitar que la gente caiga al vacío. La tercera edificación del conjunto arquitectónico consiste en el típico chiringuito donde comprarte algo, unos panchitos rancios, por ejemplo, aunque sin barra, eso sí, que hasta allí no llegan los barriles del Majou.
La vuelta a Villareal fue dura, pues también la hicimos después de comer y esta vez sin siesta, aunque no hubiera conciliado el sueño tras el susto de confundir un tampón pretérito con una piedra rojiza (pero no llegué a tocarlo)... Y es que la gente es muy guarra; sabiendo que los pajarracos estos se comen cualquier cosa que huela a sangre... En fin... El hallazgo fue enterrado.
Salimos de Monfragüe a las seis de la tarde y llegamos a El Escorial a las diez. Del tirón, sin parar y casi sin atascos. Todo un logro.
Aquí están las fotos de Gema: