Al igual que cualquier otro sábado por la noche, antes de acostarme, sean las doce, las dos o las cuatro, encendí el ordenador por si a alguien se le había ocurrido plantear una ruta de última hora (en vez de ser yo, vago de mí, el que lo hiciese... Todo llegará chic@s). Y así fue: subida al Yelmo. Pero, claro, a las ocho y mierda (uy, lapsus, perdón) en Pza. Castilla para llegar pronto a la barrera de la Pedri, que si no, no pasamos. Eran las dos de la mañana, aunque afortunadamente sólo me había bebido tres cervezas, y eso que el concierto en el que estuve... Bueno, “concierto” por denominarlo de alguna manera, ya que ahora a cualquier sucesión de ruidos le llaman concierto. En esa... “cosa”, decía, escuchando... “eso” a uno le daban ganas de chuzarse a base de ron, que por otro lado estaba barato; era en una asociación cultural de Vallecas. Las “gentes del lugar”, que decían los Barón Rojo, alucinaban con los "Poupees Electriquees", mis colegas (sí, los que daban el concierto). Las gentes eran los típicos heavies vallecanos que, currando en la construcción o de repartidores, no han tenido que cortarse las melenas a sus cuarenta y pico años. Mis colegas eran los típicos freakies “electro...algo” con aparatos que no has visto en tu vida, fabricados en los años 20 en Munich y traídos directamente de Berlín, todo para hacer, como ya he dicho, un ruido infernal, in-fer-nal, sin ritmo ni melodía, todo ello aderezado por proyecciones psicodélicas sobre ellos mismos, en fin, una tortura y, para colmo, lejos de casa.
Pero lo hice, me apunté a la ruta. Dormí cinco horas, pero dormí deprisa para dormir más, no me dio tiempo ni a soñar. Me levanté algo aturdido, eso sí, y me costó hacer la mochila, aunque casi lo tengo ya todo preparado, cada cosa en su lugar. Pero el desayuno me animó ¡y sin tomar café! (éste caería en Canto Cochino).
Me puse mi camiseta de manga larga abanderado 100% poliéster, la fina, no la de invierno y me calcé las mallas (claro, venían chicas y uno ha de hacer notar lo que de otra manera no se nota; no soy como el cantante de los Camouflage –concierto del viernes- que con unos pantalones relativamente anchos parecían que iban a explotar... En fin...). Me puse las botas y pa’lante. Parecía una mezcla entre Robín de los Bosques, Robín el de Batman y la Sota de Copas.
Llegué a Pza. Castilla, donde ya estaba esperando Jose:
-¿Eres de Luzdecruce?
-Sí.
-Bueno, pues ya somos dos. Solo faltan las chicas.
-No, y otro chico. Yo soy Paco, es que me he apuntado a última hora.
-Ah. Bueno, pero eres de fiar, ¿no?
-Pues no sé. Yo es que soy escéptico, entonces no me fío ni de mí mismo. Tendrías que preguntar a otros.
-Y, ¿puedes aportar referencias?
-A estas horas no, están durmiendo.
-¿Quién?
-Las referencias.
...
-Hola, ¿sois de Luzdecruce?
-Sí.
-Hola, yo soy Ricardo.
-Hola, yo Jose.
-Hola, yo Paco.
...
-Bueno, pues...
-Ahora a esperar a las chicas.
-Sí, ya sabes, que si me pinto aquí, que si me doy cremita allá...
-Oye, hace un poco de fresco, ¿por qué no nos ponemos en la salida del metro que sale un airecito caliente procedente de las infectas profundidades suburbanas?
-Vale.
En esto que aparece por allí una chica con cara de despistada, mirando aquí y allá. Nosotros nos la quedamos mirando con cara de “pregúntanos si somos de Luzdecruce”. Pero la chica, reticente, continúa su periplo acera arriba, acera abajo, hasta que decide apoyarse en la valla del Canal, justo enfrente de nosotros. Decidí, entonces, abordarla:
-¿Eres de Luzdecruce?
-Sí, soy Sonia.
-Yo Paco.
-Es que pensaba que sólo erais dos.
-Sí, yo es que me he apuntado a última hora.
-¿Y eres de fiar?
...
Y así continuamente hasta que llegaron todos los miembros, o sea, las dos que faltaban, Cristina y Marga, la cual llevaba un buen rato, pero al lado de la churrería, comiéndose unas porras sin invitar a nadie.
Cogimos los coches y en un plis-plas nos presentamos en la Pedriza. El cafetito que no falte. Una ruta de montaña no puede empezar bien si no empieza con café. Además el café moviliza los adipocitos, estimula nuestro sistema nervioso y nos hace estar más alerta en el entorno. Antonio no terminaba de presentarse... O sea que en realidad eran tres hombres antes de que yo me apuntara... Entonces... Bueno, da igual.
Encendimos los gepeesos y... ¡Mierda! mi tamagochi no pilla chicha. ¿Y el tuyo?
-El mío sí- dijo Jose.
-El mío debe ser algo cutrillo.
-No, sólo que es de la gama inferior.
-Pues es más grande que el tuyo.
-Pues no sé yo si eso es una ventaja.
Nos tomamos los cafeses, apartando las pelusas de los chopos, tras la típica discusión de si dan alergia o no las dichosas pelusillas, nos pertrechamos con nuestros aparejos de experimentados senderistas y enfilamos rumbo a lo desconocido... Al menos para mí, que yo nunca había subido por ese camino...
...Y para todos los demás. Serían las 10 y media de la mañana. Buena hora para empezar a andar. Sin prisas.
La subida tras cruzar el arroyo (previamente se cruza el Manzanares) comienza con una fuerte pendiente, ideal para desesperanzar a los incautos principiantes en este mundillo, aunque no era el caso de ninguno de nosotros. Las diferencias físicas no eran abismales y, al ser pocos, manteníamos contacto visual y auditivo en todo momento; sólo yo me quedé algo descolgado para quitarme la chaquetilla del chándal.
En teoría deberíamos subir por el Barranco de los Huertos para luego pasar al Hueco de las Hoces, pero nosotros subíamos por una ladera que, según el gps con mapa de Jose (el mío seguía sin pillar chicha), corría paralela al Barranco. Así que decidimos bajar al mismo, por un sendero, eso sí, que en la Pedriza salirse del sendero equivale a pérdida, ostión o ambas cosas... Incluso te pasa sin salirte de los caminos...
Ya en el barranco nos tiramos una fotillo (héla aquí)
(De izquierda a derecha: Sonia, Cristina, Marga, Robín y Ricardo; Jose es el que está delante de la foto, o sea, detrás de la cámara; alguien tendría que tirarla, ¿no? No os preocupéis, que sale más adelante)
Nos hicimos a la idea de todo lo que había que subir y con buen humor continuamos la marcha entre sesudas conversaciones sobre yacimientos arqueológicos, interpretaciones filosóficas de sus hallazgos y cosas por el estilo... De hecho este tipo de conversaciones intelectualoides fue la tónica general del día y, seguramente, la causa de que nos perdiéramos en más de una ocasión, más pendientes como estábamos de seguir los senderos dialécticos que el sendero geográfico. Pero cada vez que nos perdíamos echábamos mano o bien del gps o bien de la intuición y encontrábamos los hitos que marcaban el camino.
Algunas fotos desde el Hueco de las Hoces:
Este es el Cancho de las Pilas, creo
De este modo pudimos llegar a la Pradera del Yelmo; eran cerca de las 12 de la mañana, puede que antes, puede que después. Allí fue donde, cerca de la fuente, una fuente que, pese haber estado varias veces, no conocía; allí fue donde, decía, nos pusimos a zampar un aperitivillo antes de comenzar la subida a la Peña, al Yelmo, craso error, ya que cualquier engrosamiento de nuestra constitución física, cualquier aumento de volumen y en concreto del perímetro abdominal, puede impedir a una persona atravesar “La Grieta”. Y allí también fue donde, probablemente, Antonio nos dio alcance y nos adelantó. Previamente habíamos recibido unos mensajes alertándonos de sus llamadas perdidas, pero no había suficiente cobertura para realizar llamadas. Nos adelantó tanto que ni siquiera nos cruzamos a su bajada del Yelmo.
Cuando íbamos a acometer la subida un simpático pastor alemán de nombre y dueño desconocido, ya entrado en años y en kilos y con collar antivampiros (no, de ajos no, de pinchos), se nos acopló. Escalaba las rocas que daba gusto, hasta que, claro, lo intentó por una con demasiada pendiente, resbaló y se pegó una buena castaña, lo cual nos vino bien, ya que le dejó sin ganas de seguirnos por la grieta, aunque algún intento hizo; menos mal que Marga y Sonia no querían pasar por aquellas apreturas y le retuvieron. Los otros cuatro nos internamos en las tripas de las rocas, aplastando las nuestras contra ellas. Ved:Tiene su punto pasar por La Grieta, no es muy apto para claustrofóbicos y hay un par de saltos de nivel bastante complicadillos. Incluso es difícil, aunque no imposible, pasarlo con mochila; nosotros las dejamos al cuidado de Marga, Sonia y el chucho. Lo mejor es ir mirando hacia el Oeste e intentar agarrarse hacia arriba a las grietas.
Y tras las estrecheces llega la amplitud del espacio y de la llanura madrileña con sus cuatro falos apuntando al cielo. Nos echamos unas fotos, alguna que otra risa y volvimos a estrecharnos, esta vez hacia abajo, dirección tampoco nada fácil.
Unas foticos en y desde la cima: en primer lugar Manzanares:En segundo lugar, la Cuerda LargaEn tercer lugar, una panorámica con Cristina en medio (pinchad la foto para verla mejor)Y en cuarto lugar, los intrépidos montañeros, con Jose a la derecha y Robín a la izquierda en su habitual pose U2 que nadie comparte porque todos prefieren mirar a la cámara:Y ahora, una reflexión: siempre hablamos de las Zanjas Profundas, pero ¿nos hemos parado a pensar lo que es una Zanja en términos de espacio y materia? ¿No es acaso una incisión del vacío en la materia? (Sí, sí, ya lo sé, pero tomemos "vacío" en un sentido coloquial). Aquí, en cambio, nos encontramos en una cima. Y una cima, ¿no es caso la inversión de una sima, de una profunda zanja? ¿No es acaso la incisión de la materia en el vacío? Las zanjas son oscuras, las cimas luminosas. Descendemos a los infiernos, escalamos a los cielos. ¿Acaso podríamos permanecer siempre en las profundidades? ¿Y en las alturas? No, ya lo decían Pabellón Psiquiátrico: "en el cielo no hay alcohol, ni mujeres, ni pastillas de color". Pero tampoco podríamos permanecer siempre en las llanuras, en los valles, sin recurrir a los altibajos; necesitamos cambios de percepción para, precisamente, poder percibir de modo realista. Bien, continuemos.
Recogimos las mochilas y, acompañados en todo momento por el perro, pendientes de encontrar a cualquier ser humano con pinta de dueño-de-pastor-alemán-perdido, nos dirigimos hacia el Este para dar la vuelta hacia el Collado de las Dehesillas, donde pretendíamos comer. Esta vez las conversaciones versaron sobre películas, música y, cómo no, nuestra salvación digital: LA MULA.
La bajada hacia el Collado tiene la peculiaridad de contar con bastante arena suelta, circunstancia a la que no se adecuaba muy bien nuestra guía Cristina, intrépida, por otro lado, a la hora de escalar rocas y atravesar grietas. Tras poner como excusa a sus desgastadas suelas la conversación se dirigió hacia las botas, sus marcas, material deportivo en general y tiendas en las que se puede adquirir. Todo un clásico de las marchas de montaña. Yo mientras tanto no hacía más que intentar subirme las mallas, no para marcar paquete, sino porque se me bajaban y me daba la impresión de ir “cagao”, es decir, con esa bolsilla que se te queda bajo el culo.
Llegamos al Collado, cerca de las 15:30 pero como habíamos comido bastante en la Pradera y hacía un poco de aire, decidimos seguir bajando hasta el Tolmo; comeríamos allí. Sin embargo, nada más llegar al Collado comprobamos lo que ya veníamos sospechando: que nuestro cánido y gordo amigo ni tenía dueño, ni falta que le hacía; vivía de dar la brasa al personal para que le soltase algo de comida; llegaba, se tumbaba a tu lado, ponía cara de pena y a esperar; si caía algo, bienvenido fuera. Así que nos abandonó al ver que había otras gentes con comida entre las manos.
Así que con la conciencia más tranquila tras haber endosado el marrón a otros (aunque el marrón era libre), entre rocas y jaras, bajamos al Tolmo. Yo, al menos, llegué con un hambre... Ocupamos el puesto de una familia que había comido al abrigo del viento, en la pared sur de la gran roca, y no se nos ocurrió otra conversación para amenizar la comida, que hablar de cosas tan simpáticas como cánceres, fetos muertos, teratomas y otras maravillas de la fisiología humana. La comida también fue amenizada por el chucho, que llegó acompañando a sus nuevos amigos, pero viendo que la comida ahora estaba en nuestras manos, cual vil chaquetero, volvió a quedarse con nosotros; sin embargo, viendo que no iba a sacar ni un trocito más que las cáscaras del queso, cogidas sin mucho cuidado de la mano de Sonia (afortunadamente no perdió ningún dedo), marchó a la búsqueda de nuevos pringaos... Y no lo volvimos a ver.
Pero he aquí la cuestión que entonces nos planteamos: ¿se fue simplemente? ¿se fue dejando una huella en nuestros corazones, con lo cual es como si no se hubiera ido del todo? ¿O se fue dejando algo más, por ejemplo... una garrapata?
Sí, ¡una puta, insignificante y vil garrapata! Un inmundo bicho que logró hacer que no pudiera terminar de comer tranquilamente, porque... ¿podíamos estar seguros de que fue un único regalo del perrito? ¿Y si nos dejó más? ¿Y si el chucho fuera inocente? ¿Y si estábamos encima o en las cercanías de un nido de esos minúsculos vampiros? Qué estupidez, todo el mundo sabe que las garrapatas son animales solitarios, no tienen nidos, nacen...
Impresionante. Me he puesto a leer sobre las garrapatas; las muy condenadas pasan por cuatro fases: huevo, larva, ninfa y adulto, en cada una de las tres últimas pueden parasitar a distintos huéspedes, ya que para mudar han de soltarse. Pueden vivir meses o años y se sienten atraídas por colores claros, por mi blanca camiseta, por ejemplo, ya que fui yo el que descubrió a la susodicha trepando por mi pierna.
Levantamos, pues, el campamento, con picores imaginarios recorriéndonos el cuerpo, olvidándonos incluso de poner fin a la ínfima existencia del pernicioso ácaro (transmiten una gran variedad de enfermedades, pero no he encontrado nada acerca de lo que comenté sobre las excreciones en el torrente sanguíneo del huésped, de lo cual se deduce que sería mentira; ¿veis? no podemos hacer caso de todo lo que nos dicen, aunque el que lo diga parezca muy seguro). Posteriormente, ¿o quizá fue antes?, hablamos sobre la descripción que de la garrapata se hace en “El Perfume”, la novela de Patrick Süskind... La gran novela, y su no menos gran adaptación al cine.
Ya en camino, discutimos sobre la pertinencia o no de tomarnos el café en el Giner o en Cantocochino: a favor de Giner, cercanía; en contra, café de puchero. Ganó Cantocochino.
Hernán Cortés y los aztecas fueron el tema de este tramo del camino al final del cual comenzó a llover. La última indecisión tuvo lugar sobre cuál de los dos bares parecía mejor. Optamos por el que tenía la tele con menos volumen. Nos tomamos los cafés, nos despedimos, nos montamos en los vehículos y tras unos breves atascos llegamos a la Plaza Castilla. Fin de la historia.
P.D.: cuando llegué a mi casa me puse a inspeccionar mis pertenencias por si hubiera rastro del parásito, pero estaba demasiado cansado como para hacerlo exhaustivamente, de modo que ahora me despierto por las noches sobresaltado, sintiendo picores en la entrepierna...
¿Ladillas? ¿Quién a hablado de ladillas? ¿Es que no habéis leído la historia?
P.D.2: Las fotos son por cortesía de Jose, al cual, evidentemente no he pedido permiso y espero no me meta en pleitos. A continuación copio-pego la breve pero bella descripción que ha hecho Ricardo de la ruta, sin tanta palabrería estéril e insulsa:
Me sentí muy bien con gente tan acogedora. Fue un día magnífico en un paraje maravillosamente feraz de la Pedriza; admiramos una flora, exuberante y zingzagueamos por un espectacular cañoncito en donde se abría, pegado al arroyuelo, ese sendero que no costo poco remontar, ¿eh, compañer@s?. En el cielo vimos buitres y dominando el roquedo, rebecos (eso creo, al menos). En aquella Sierra a nadie dejan impasible esas formas graníticas tan peculiares; antaño, algunos serranos atribuían su talla a... misteriosos genios, noctámbulos pobladores del bosque...
Pero lo hice, me apunté a la ruta. Dormí cinco horas, pero dormí deprisa para dormir más, no me dio tiempo ni a soñar. Me levanté algo aturdido, eso sí, y me costó hacer la mochila, aunque casi lo tengo ya todo preparado, cada cosa en su lugar. Pero el desayuno me animó ¡y sin tomar café! (éste caería en Canto Cochino).
Me puse mi camiseta de manga larga abanderado 100% poliéster, la fina, no la de invierno y me calcé las mallas (claro, venían chicas y uno ha de hacer notar lo que de otra manera no se nota; no soy como el cantante de los Camouflage –concierto del viernes- que con unos pantalones relativamente anchos parecían que iban a explotar... En fin...). Me puse las botas y pa’lante. Parecía una mezcla entre Robín de los Bosques, Robín el de Batman y la Sota de Copas.
Llegué a Pza. Castilla, donde ya estaba esperando Jose:
-¿Eres de Luzdecruce?
-Sí.
-Bueno, pues ya somos dos. Solo faltan las chicas.
-No, y otro chico. Yo soy Paco, es que me he apuntado a última hora.
-Ah. Bueno, pero eres de fiar, ¿no?
-Pues no sé. Yo es que soy escéptico, entonces no me fío ni de mí mismo. Tendrías que preguntar a otros.
-Y, ¿puedes aportar referencias?
-A estas horas no, están durmiendo.
-¿Quién?
-Las referencias.
...
-Hola, ¿sois de Luzdecruce?
-Sí.
-Hola, yo soy Ricardo.
-Hola, yo Jose.
-Hola, yo Paco.
...
-Bueno, pues...
-Ahora a esperar a las chicas.
-Sí, ya sabes, que si me pinto aquí, que si me doy cremita allá...
-Oye, hace un poco de fresco, ¿por qué no nos ponemos en la salida del metro que sale un airecito caliente procedente de las infectas profundidades suburbanas?
-Vale.
En esto que aparece por allí una chica con cara de despistada, mirando aquí y allá. Nosotros nos la quedamos mirando con cara de “pregúntanos si somos de Luzdecruce”. Pero la chica, reticente, continúa su periplo acera arriba, acera abajo, hasta que decide apoyarse en la valla del Canal, justo enfrente de nosotros. Decidí, entonces, abordarla:
-¿Eres de Luzdecruce?
-Sí, soy Sonia.
-Yo Paco.
-Es que pensaba que sólo erais dos.
-Sí, yo es que me he apuntado a última hora.
-¿Y eres de fiar?
...
Y así continuamente hasta que llegaron todos los miembros, o sea, las dos que faltaban, Cristina y Marga, la cual llevaba un buen rato, pero al lado de la churrería, comiéndose unas porras sin invitar a nadie.
Cogimos los coches y en un plis-plas nos presentamos en la Pedriza. El cafetito que no falte. Una ruta de montaña no puede empezar bien si no empieza con café. Además el café moviliza los adipocitos, estimula nuestro sistema nervioso y nos hace estar más alerta en el entorno. Antonio no terminaba de presentarse... O sea que en realidad eran tres hombres antes de que yo me apuntara... Entonces... Bueno, da igual.
Encendimos los gepeesos y... ¡Mierda! mi tamagochi no pilla chicha. ¿Y el tuyo?
-El mío sí- dijo Jose.
-El mío debe ser algo cutrillo.
-No, sólo que es de la gama inferior.
-Pues es más grande que el tuyo.
-Pues no sé yo si eso es una ventaja.
Nos tomamos los cafeses, apartando las pelusas de los chopos, tras la típica discusión de si dan alergia o no las dichosas pelusillas, nos pertrechamos con nuestros aparejos de experimentados senderistas y enfilamos rumbo a lo desconocido... Al menos para mí, que yo nunca había subido por ese camino...
...Y para todos los demás. Serían las 10 y media de la mañana. Buena hora para empezar a andar. Sin prisas.
La subida tras cruzar el arroyo (previamente se cruza el Manzanares) comienza con una fuerte pendiente, ideal para desesperanzar a los incautos principiantes en este mundillo, aunque no era el caso de ninguno de nosotros. Las diferencias físicas no eran abismales y, al ser pocos, manteníamos contacto visual y auditivo en todo momento; sólo yo me quedé algo descolgado para quitarme la chaquetilla del chándal.
En teoría deberíamos subir por el Barranco de los Huertos para luego pasar al Hueco de las Hoces, pero nosotros subíamos por una ladera que, según el gps con mapa de Jose (el mío seguía sin pillar chicha), corría paralela al Barranco. Así que decidimos bajar al mismo, por un sendero, eso sí, que en la Pedriza salirse del sendero equivale a pérdida, ostión o ambas cosas... Incluso te pasa sin salirte de los caminos...
Ya en el barranco nos tiramos una fotillo (héla aquí)
(De izquierda a derecha: Sonia, Cristina, Marga, Robín y Ricardo; Jose es el que está delante de la foto, o sea, detrás de la cámara; alguien tendría que tirarla, ¿no? No os preocupéis, que sale más adelante)
Nos hicimos a la idea de todo lo que había que subir y con buen humor continuamos la marcha entre sesudas conversaciones sobre yacimientos arqueológicos, interpretaciones filosóficas de sus hallazgos y cosas por el estilo... De hecho este tipo de conversaciones intelectualoides fue la tónica general del día y, seguramente, la causa de que nos perdiéramos en más de una ocasión, más pendientes como estábamos de seguir los senderos dialécticos que el sendero geográfico. Pero cada vez que nos perdíamos echábamos mano o bien del gps o bien de la intuición y encontrábamos los hitos que marcaban el camino.
Algunas fotos desde el Hueco de las Hoces:
Este es el Cancho de las Pilas, creo
De este modo pudimos llegar a la Pradera del Yelmo; eran cerca de las 12 de la mañana, puede que antes, puede que después. Allí fue donde, cerca de la fuente, una fuente que, pese haber estado varias veces, no conocía; allí fue donde, decía, nos pusimos a zampar un aperitivillo antes de comenzar la subida a la Peña, al Yelmo, craso error, ya que cualquier engrosamiento de nuestra constitución física, cualquier aumento de volumen y en concreto del perímetro abdominal, puede impedir a una persona atravesar “La Grieta”. Y allí también fue donde, probablemente, Antonio nos dio alcance y nos adelantó. Previamente habíamos recibido unos mensajes alertándonos de sus llamadas perdidas, pero no había suficiente cobertura para realizar llamadas. Nos adelantó tanto que ni siquiera nos cruzamos a su bajada del Yelmo.
Cuando íbamos a acometer la subida un simpático pastor alemán de nombre y dueño desconocido, ya entrado en años y en kilos y con collar antivampiros (no, de ajos no, de pinchos), se nos acopló. Escalaba las rocas que daba gusto, hasta que, claro, lo intentó por una con demasiada pendiente, resbaló y se pegó una buena castaña, lo cual nos vino bien, ya que le dejó sin ganas de seguirnos por la grieta, aunque algún intento hizo; menos mal que Marga y Sonia no querían pasar por aquellas apreturas y le retuvieron. Los otros cuatro nos internamos en las tripas de las rocas, aplastando las nuestras contra ellas. Ved:Tiene su punto pasar por La Grieta, no es muy apto para claustrofóbicos y hay un par de saltos de nivel bastante complicadillos. Incluso es difícil, aunque no imposible, pasarlo con mochila; nosotros las dejamos al cuidado de Marga, Sonia y el chucho. Lo mejor es ir mirando hacia el Oeste e intentar agarrarse hacia arriba a las grietas.
Y tras las estrecheces llega la amplitud del espacio y de la llanura madrileña con sus cuatro falos apuntando al cielo. Nos echamos unas fotos, alguna que otra risa y volvimos a estrecharnos, esta vez hacia abajo, dirección tampoco nada fácil.
Unas foticos en y desde la cima: en primer lugar Manzanares:En segundo lugar, la Cuerda LargaEn tercer lugar, una panorámica con Cristina en medio (pinchad la foto para verla mejor)Y en cuarto lugar, los intrépidos montañeros, con Jose a la derecha y Robín a la izquierda en su habitual pose U2 que nadie comparte porque todos prefieren mirar a la cámara:Y ahora, una reflexión: siempre hablamos de las Zanjas Profundas, pero ¿nos hemos parado a pensar lo que es una Zanja en términos de espacio y materia? ¿No es acaso una incisión del vacío en la materia? (Sí, sí, ya lo sé, pero tomemos "vacío" en un sentido coloquial). Aquí, en cambio, nos encontramos en una cima. Y una cima, ¿no es caso la inversión de una sima, de una profunda zanja? ¿No es acaso la incisión de la materia en el vacío? Las zanjas son oscuras, las cimas luminosas. Descendemos a los infiernos, escalamos a los cielos. ¿Acaso podríamos permanecer siempre en las profundidades? ¿Y en las alturas? No, ya lo decían Pabellón Psiquiátrico: "en el cielo no hay alcohol, ni mujeres, ni pastillas de color". Pero tampoco podríamos permanecer siempre en las llanuras, en los valles, sin recurrir a los altibajos; necesitamos cambios de percepción para, precisamente, poder percibir de modo realista. Bien, continuemos.
Recogimos las mochilas y, acompañados en todo momento por el perro, pendientes de encontrar a cualquier ser humano con pinta de dueño-de-pastor-alemán-perdido, nos dirigimos hacia el Este para dar la vuelta hacia el Collado de las Dehesillas, donde pretendíamos comer. Esta vez las conversaciones versaron sobre películas, música y, cómo no, nuestra salvación digital: LA MULA.
La bajada hacia el Collado tiene la peculiaridad de contar con bastante arena suelta, circunstancia a la que no se adecuaba muy bien nuestra guía Cristina, intrépida, por otro lado, a la hora de escalar rocas y atravesar grietas. Tras poner como excusa a sus desgastadas suelas la conversación se dirigió hacia las botas, sus marcas, material deportivo en general y tiendas en las que se puede adquirir. Todo un clásico de las marchas de montaña. Yo mientras tanto no hacía más que intentar subirme las mallas, no para marcar paquete, sino porque se me bajaban y me daba la impresión de ir “cagao”, es decir, con esa bolsilla que se te queda bajo el culo.
Llegamos al Collado, cerca de las 15:30 pero como habíamos comido bastante en la Pradera y hacía un poco de aire, decidimos seguir bajando hasta el Tolmo; comeríamos allí. Sin embargo, nada más llegar al Collado comprobamos lo que ya veníamos sospechando: que nuestro cánido y gordo amigo ni tenía dueño, ni falta que le hacía; vivía de dar la brasa al personal para que le soltase algo de comida; llegaba, se tumbaba a tu lado, ponía cara de pena y a esperar; si caía algo, bienvenido fuera. Así que nos abandonó al ver que había otras gentes con comida entre las manos.
Así que con la conciencia más tranquila tras haber endosado el marrón a otros (aunque el marrón era libre), entre rocas y jaras, bajamos al Tolmo. Yo, al menos, llegué con un hambre... Ocupamos el puesto de una familia que había comido al abrigo del viento, en la pared sur de la gran roca, y no se nos ocurrió otra conversación para amenizar la comida, que hablar de cosas tan simpáticas como cánceres, fetos muertos, teratomas y otras maravillas de la fisiología humana. La comida también fue amenizada por el chucho, que llegó acompañando a sus nuevos amigos, pero viendo que la comida ahora estaba en nuestras manos, cual vil chaquetero, volvió a quedarse con nosotros; sin embargo, viendo que no iba a sacar ni un trocito más que las cáscaras del queso, cogidas sin mucho cuidado de la mano de Sonia (afortunadamente no perdió ningún dedo), marchó a la búsqueda de nuevos pringaos... Y no lo volvimos a ver.
Pero he aquí la cuestión que entonces nos planteamos: ¿se fue simplemente? ¿se fue dejando una huella en nuestros corazones, con lo cual es como si no se hubiera ido del todo? ¿O se fue dejando algo más, por ejemplo... una garrapata?
Sí, ¡una puta, insignificante y vil garrapata! Un inmundo bicho que logró hacer que no pudiera terminar de comer tranquilamente, porque... ¿podíamos estar seguros de que fue un único regalo del perrito? ¿Y si nos dejó más? ¿Y si el chucho fuera inocente? ¿Y si estábamos encima o en las cercanías de un nido de esos minúsculos vampiros? Qué estupidez, todo el mundo sabe que las garrapatas son animales solitarios, no tienen nidos, nacen...
Impresionante. Me he puesto a leer sobre las garrapatas; las muy condenadas pasan por cuatro fases: huevo, larva, ninfa y adulto, en cada una de las tres últimas pueden parasitar a distintos huéspedes, ya que para mudar han de soltarse. Pueden vivir meses o años y se sienten atraídas por colores claros, por mi blanca camiseta, por ejemplo, ya que fui yo el que descubrió a la susodicha trepando por mi pierna.
Levantamos, pues, el campamento, con picores imaginarios recorriéndonos el cuerpo, olvidándonos incluso de poner fin a la ínfima existencia del pernicioso ácaro (transmiten una gran variedad de enfermedades, pero no he encontrado nada acerca de lo que comenté sobre las excreciones en el torrente sanguíneo del huésped, de lo cual se deduce que sería mentira; ¿veis? no podemos hacer caso de todo lo que nos dicen, aunque el que lo diga parezca muy seguro). Posteriormente, ¿o quizá fue antes?, hablamos sobre la descripción que de la garrapata se hace en “El Perfume”, la novela de Patrick Süskind... La gran novela, y su no menos gran adaptación al cine.
Ya en camino, discutimos sobre la pertinencia o no de tomarnos el café en el Giner o en Cantocochino: a favor de Giner, cercanía; en contra, café de puchero. Ganó Cantocochino.
Hernán Cortés y los aztecas fueron el tema de este tramo del camino al final del cual comenzó a llover. La última indecisión tuvo lugar sobre cuál de los dos bares parecía mejor. Optamos por el que tenía la tele con menos volumen. Nos tomamos los cafés, nos despedimos, nos montamos en los vehículos y tras unos breves atascos llegamos a la Plaza Castilla. Fin de la historia.
P.D.: cuando llegué a mi casa me puse a inspeccionar mis pertenencias por si hubiera rastro del parásito, pero estaba demasiado cansado como para hacerlo exhaustivamente, de modo que ahora me despierto por las noches sobresaltado, sintiendo picores en la entrepierna...
¿Ladillas? ¿Quién a hablado de ladillas? ¿Es que no habéis leído la historia?
P.D.2: Las fotos son por cortesía de Jose, al cual, evidentemente no he pedido permiso y espero no me meta en pleitos. A continuación copio-pego la breve pero bella descripción que ha hecho Ricardo de la ruta, sin tanta palabrería estéril e insulsa:
Me sentí muy bien con gente tan acogedora. Fue un día magnífico en un paraje maravillosamente feraz de la Pedriza; admiramos una flora, exuberante y zingzagueamos por un espectacular cañoncito en donde se abría, pegado al arroyuelo, ese sendero que no costo poco remontar, ¿eh, compañer@s?. En el cielo vimos buitres y dominando el roquedo, rebecos (eso creo, al menos). En aquella Sierra a nadie dejan impasible esas formas graníticas tan peculiares; antaño, algunos serranos atribuían su talla a... misteriosos genios, noctámbulos pobladores del bosque...