Martes, 3 de agosto.
Me despertaron los ronquidos del monstruoso motero alemán. Gema dormía a mi lado como una bendita. Me levanté para ir preparándome y así, además, ir moviendo un poco los enseres, haciendo ruido y esas cosas que terminan por despertar a los demás, cuando los demás no quieren que les despiertes directamente. Una cosa es que les despiertes y otra es quedarte en la “cama” para no despertarles. No tienen derecho a pedirte que te quedes en la cama si no tienes sueño, aunque lo tengan para pedirte que no hagas ruido; y es aquí donde vienen las discusiones en el asunto... De todos modos, no recuerdo haber discutido por esto; no sé por qué me pongo a divagar nada más levantarme.
Entre unas cosas y otras (sacudida de sacos, lavado de cara, besitos de buenos días, recogida de tienda, etc.) abrieron el bar del camping. El motero ya se había ido. Nos apretamos unas buenas tostadas con tomate y con mantequilla (yo con tomate, Gema con mantequilla; todos los días igual y casi siempre yo acababa por comerme media tostada suya) y el café... Uno de los cafés más fuertes que nos hemos tomado por allí.
Nos sedujo la idea, ya que estábamos cerca del embalse, de hacer un poco de piragüismo. Le preguntamos al camarero y nos dijo que había que llamar a unos chicos; ellos venían con las piraguas, etc. Y caí en la misma zanja de siempre: la impaciencia. Creo que siempre he sido un impaciente. Pero ahora, cada vez soy más consciente de ello. Me gusta llegar y besar el santo (supongo que este dicho debe venir de antiguo, aunque también ahora hay largas colas para besar los pies del Nazareno o las espaldas del Matamoros). De modo que aduje unas prisas que no teníamos; el hombre me recomendó un club náutico cerca de las paredes de la presa del Negratín.
Un club que no encontramos. Dimos varias vueltas por los alrededores de las paredes de la presa, hicimos (o creímos hacer) unas fotos que nunca salieron, bajamos hasta el agua, oteamos las orillas con los prismáticos, pero del club ni rastro. Así que nos quedamos sin piraguas. Montamos de nuevo en la Berlingo y nos encaminamos hacia nuestro nuevo destino: Guadix.
Aparcamos cerca de la catedral, de la cual sí hay fotos. No entramos porque ahora todo el mundo quiere sacar tajada del turismo y te cobran por ver cualquier interior avejentado, ya sea Castillo, Iglesia, Consistorio o Museo étnico-antropológico con cuatro azadas y dos guadañas, amén del traje folclórico del lugar. Pero eso sí, nos sentamos en una esquinita a tomar una coca-cola... Sí, lo siento, no me gusta hacer publicidad y menos de un símbolo del capitalismo norteamericano. Pero os digo una cosa: si algún día llega la tan ansiada revolución proletaria, la coca-cola será su bebida. “Coca-cola, la bebida de la Revolución”, rezará el lema bajo un Lenin sonriente con una botella en la mano. Sí, amigos, la coca-cola es uno de los grandes inventos de la humanidad. ¿Tienes sed? Coca-cola. ¿Estás bajo de tensión? Coca-cola. ¿Has comido mucho y tienes una pesada digestión?... Coca-cola. ¿Se te ha atascado el lavabo? Coca-cola pal lavabo (2 litros). ¿No sabes cómo deshacerte del cadáver de la abuela?... Efectivamente, déjalo un par de días en un tonel de Coca-cola.
Repuestos ya del calor nos dimos unas vueltecitas por Guadix, sobre todo para intentar subir a la alcazaba, pero estaba en obras. Al menos vimos el comedor para indigentes del lugar. Tentados estuvimos de ponernos a la cola y pillar una bolsita de comida, pero nuestro atuendo no era apropiado... Ditas bermudas.
El siguiente paso consistía en sacar dinero del banco para después comprar comida, resistiendo la tentación de comprar libros baratos en la feria del libro del lugar (dos puestos). La idea consistía en hacernos unos bocadillos en el parque que hay a orillas del río, que por entonces bajaba seco (o sea, no bajaba, no se movía). Sin embargo nos embargó (valga la redundancia), al pasar por una terracita, un magnífico olor a sardinas asadas. De modo que nos sentamos a pedir una ración; una ración regada con, cómo no en tierras granadinas, con la famosa Alhambra 1925, que para el que no lo sepa es la mejor cerveza que se fabrica en España; con su peculiar sabor a... a... No sé, pero me encanta. Y sus 6,4 grados. Y su hermosa botella verde sin etiquetas, todo en relieve. “Reserva 1925”, dicen, aunque el producto como tal fue creado en 1994, o sea que no sé lo que reservarán. Pero bueno, la cerveza está deliciosa.
¡Qué asco! Este blof se parece cada vez más a una sesión anuncios publicitarios.
Y acompañada de las sardinitas... Qué ricas sooooon !!! Después, sí. nos fuimos al parque a comernos el bocata (un poco más chiquito que el que pretendíamos) y una fruta. Gema se echó su primera siesta indigente, allí mismo, en el banco, actividad que realizaría repetidamente a lo largo de las vacaciones y que yo sólo secundaría en contadas ocasiones, aquellas en que me sentía amparado por los muros de una iglesia; los bancos de la calle no me parecían lo suficientemente seguros y prefería velar los sueños de mi chica.
Después de esto, café y carretera hacia el puerto de la Ragua.
Pero ante nosotros apareció, en lo alto de una colina, un curioso castillo con sus cuatro torres cubiertas por cúpulas. Ignorantes como somos nos pareció un espléndido castillo árabe. Pero no, se trataba del castillo renacentista de La Calahorra (nada que ver con Calahorra, en La Rioja). En realidad más que castillo se trata de un palacio, pues fue construido en una época (1508-1509) en la que se derribaban los castillos para afianzar el poder de la monarquía sobre la nobleza. Fue edificado por Don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza... ¿El Cid? No, la cosa tiene guasa: ríete tú de los “Kevin Costner de Jesús” o de los “Felipe Juan Froilán de Todos los Santos”; el sujeto era hijo ilegítimo del Cardenal Mendoza, de la poderosa familia de los Mendoza, o sea que su apellido es Mendoza y su nombre “Rodrigo Díaz de Vivar”. El cardenal, el papi, logró para él su legitimidad (a la mierda el celibato), así como el marquesado del Zenete y el título de Conde del Cid. ¿Adivináis de quién era fan? Y es que en aquella época no había cine ni fútbol.
Por supuesto era la hora de visitar los castillos los turistas: las cuatro de la tarde, aunque la gestión del mismo no se había enterado y sólo lo habría los miércoles de 10 a 13 horas... O algo así.
Después montamos en el coche para continuar camino hacia la Ragua previo desvío de unos kilómetros para visitar al exmarido de una prima mía que decidió volverse rural e irse a vivir a un pueblo de por allí, un pueblo con un nombre curioso: Dólar. El colega en cuestión, Juáncar... En fin, no sé si contar más de su vida, porque atañe a la familia y probablemente algún miembro de ella lea este blog. Y no está bien airear las cosas, ¿no?... Al carajo, tan poco es pa’tanto: Juancar fue compañero de otro primo mío, el cual consiguió endosar a dos compañeros suyos de colegio con otras dos primas (suyas y mías), hermanas entre sí. Juancar tiene la peculiaridad de poder adelgazar y engordar cosa de 30 kilos en poco tiempo. Tuvo diagnosticada fibromialgia, pero se la quitó a base de ejercicio y porros, y lo del ejercicio le vino tras subir con mi hermano y conmigo un par de veces a Gredos; no se imaginaba que pudiera acarrear sus 110 kilos montaña arriba. Pero lo consiguió. Y tanto le gustó que se hizo adicto al deporte... Hasta que, tras separarse de mi prima, conoció a su novia actual y se dejó llevar por la tranquilidad y apaciguamiento de la vida granadina. Ahora tiene una hermosa niña de pocos meses y su hijo mayor de 11 años se ha ido a vivir con él. La vida le sonríe.
No sabíamos dónde vivía, pero en un pueblo tan pequeño todo el mundo se conoce. La visita fue por sorpresa. Y casi no les pillamos, porque acababan de volver de Madrid. Nos tomamos otro café, nos echamos unas risas, conocimos a la novia y a la niña. Y continuamos el camino.
Tras una estrecha y sinuosa carretera logramos llegar, a las siete de la tarde, al puerto de La Ragua, a 1508 metros de altitud. La idea era subir con los sacos hasta el pico de El Chullo donde haríamos vivac. El Chullo está a una altura de 2610 metros, probablemente la mayor altitud a la que hasta entonces iba a subir, pues lo más alto que había estado era en Peñalara, a 2428 metros; es el pico más alto de Almería. A medio camino nos paramos a fotografiar la incomparable puesta de sol. En las inmediaciones de la cumbre, según el mapa, estaban las ruinas de un antiguo refugio, si bien en una guía, aparecía como refugio-vivac. ¿Quién llevaría razón? Claro, que... Estas dudas hube de obviárselas a Gema. Sólo le hice partícipe de ellas cuando hubimos encontrado el refugio en perfecto estado y nos instalamos en él. Previamente habíamos subido hasta la cumbre, ya sin mochilas, a otear el horizonte. Desde allí se veía el Mulhacén, creo, y poco más debido a la calima veraniega.
El refugio era bastante confortable, construido con las pizarras del lugar y con una puerta que se podía trancar, evitando así sorpresas nocturnas, aunque ya me contaréis quién va a andar por la noches por esos parajes... Pues cualquier colgao como nosotros. Cenamos al aire libre unos bocatas y unos melocotones de Guadix, de los que la frutera nos surtió bien (cerca de dos kilos). Extendimos las esterillas, cerramos la puerta, nos metimos en los sacos y hasta el día siguiente...
Miento. Si ya es difícil conciliar el sueño en una tienda de campaña, debido a los ruidos nocturnos imaginaos en un refugio de piedra donde entra el aire por los resquicios, amén de insectos y bichejos de varias clases incluyendo, cómo no, los ratoncillos. En mi cabeza aún rondaba (y ronda) la solitaria experiencia hace cinco años allá en los Pirineos, entre Puigcerdá y Andorra, en un refugio perdido en lo alto habitado por los lirones Careto. Los muy cabroncetes no se cortaban un pelo, campaban a sus anchas. “No es cuestión de molestarles”, pensé, “pero tampoco estoy dispuesto a que me den la noche”. De modo que me coloqué unos tapones en los oídos para así pasar de ellos. Otra cuestión es que ellos pasaran de mí. Y no lo hicieron: cuando más a gusto estaba durmiendo sentí una dentellada en un dedo de la mano. El resto de la noche fue un completo baile-cacería. Por supuesto no pillé a ninguno. Y sí, también había ratoncillos en El Chullo, pero no dieron mucho la tabarra. Les oí hurgar en la bolsa de la comida, la guardé, me puse los tapones de nuevo, me mentalicé a ser mordisqueado y me quedé profundamente dormido.
Hasta que por la mañana escuché (sí, con los tapones todavía puestos) ruidos, pisadas, alrededor del refugio. No sabíamos qué hora era, aunque ya se atisbaba luz por el pequeño ventanuco. Me apresuré a abrir la puerta, no fuera a ser un montañero madrugador. Y no lo era. Era el típico rebaño de cabras montesas (o especie afín) que andaban rebuscando las sobras de nuestra cena. Huyeron espantadas.
El sol todavía no había salido. Quisimos esperarle en lo alto de El Chullo y corrimos, sin desayunar, hasta la cumbre. Pero el sol nos ganó. ¿Y el gusto que te da despertarte en medio del campo, sin ruidos, sin voces? ¿Regar las plantitas con tus aguas menores mañaneras? ¿Escuchar el eco del grito de libertad de tus posaderas?
Cuando estas y otras cosas fueron realizadas, entre ellas el desayuno y la recogida de enseres, emprendimos el camino de bajada. Bonita excursión, sí señor. Aquí están las foticos: