Anduve, pues, un rato hablando con David acerca de las virtudes de la cocina y de la dieta de la sangre, una dieta consistente en no comer determinados alimentos dependiendo de tu grupo sanguíneo, dieta que seguía él, yo bastante tuve con no comer carne (muerta) durante 12 años.
Un poco más tarde conocí a su hermano Javier y la novia de éste, Sonia; eran una pareja genial que se aficionaron a mis modelos de calzoncillos y solo esperaban el momento de la ducha para verme desfilar entre las literas con paso firme y decidido a pesar de las chanclas amarillas, que escurrían lo suyo tras mojarse. En estas situaciones uno siempre intenta sacar algún provecho, de modo que en varias ocasiones les propuse menasatruases, pero nunca querían: que si a Sonia le duele la cabeza, que si yo (Javier) estoy muy cansao y no se me levanta... Excusas.
Bien, lo cierto es que no empezaría a conocerles hasta haber llegado a Larrasoaña (el pueblo más castaña). Lo más destacable del camino hasta allí fue el paso por Zubiri; nos detuvimos a refrescarnos los pies en el río y luego a comer un bocadillo. Resultó que estaban en fiestas y a esas horas actuaban los gigantes y cabezudos: cuatro gigantes ataviados con una mezcla de vestido folclórico y vestimenta medieval que bailaban dando vueltas y vueltas, algo digno de ver... Y de oír si no hubiera sido por una de las trompetillas que llevaba la banda, demasiado estridente. Los cabezudos, en cambio, eran un coñazo: se dedicaban a perseguir a los niños del pueblo dándoles con una especie de maza forrada con gomaespuma; cuando los niños se escondían y no podían alcanzarles la emprendían con turistas y peregrinos... Eran aberchales disfrazados.
Había entrado yo a la tienda de ultramarinos (a saber qué vendían en estas tiendas antiguamente, cuando les pusieron el nombre) con el otro Javier, el fumador, del que tanto tiempo llevo sin hablar, aunque el otro día hablé con él por teléfono (no mucho, porque estaba yo en el curso; así que he de volver a llamarle). Acordamos comprar el pan conjuntamente. Lo cogió él y mientras yo esperaba a que me atendiesen, él fue a buscar tabaco... Y no volvió, como en el chiste. De modo que tras esperar un rato largo, tomando una cerveza eso sí, aunque temeroso del mazazo de algún cabezudo, me compré yo el pan y me hice el bocata, supongo que de queso.
El trayecto desde Zubiri hasta Larrasoaña fue uno de los más duros que tuvimos en todo el Camino, y no por la orografía, sino por el calor que hizo a partir de mediodía. Lo peor fue pasar por una especie de cantera donde no había ni un árbol y las rocas reflejaban el sol y desprendían mucho calor. De modo que tras llegar a Larrasoaña y ver el río, el mismo que pasaba por Zubiri, el mismo que atravesaba la cantera, mi cabeza quedó prendada de él y sólo pensaba en el modo de bañarme a las vistas de las gentes, pues no llevaba bañador.
Tras realizar los trámites pertinentes (sellado de credencial, toma de posesión de litera, etc, etc.), convencí a una catalana para que se viniera conmigo al río... ¡Y yo me la llevé al riiiiiiiiiíííooo! Pero nada. La chica, en cuestión había llegado al Camino huyendo de las gentes de su pueblo, en Gerona, que la atosigaban. Ya se sabe: una madre soltera, un pueblo pseudo-cafre. Necesitaba “respirar, descubrir el aire fresco y decirle a la mañana patatín... patatán”. Ah! Qué gran invento internete, con Google y la Wikipedia: le permiten a uno sentirse un poco menos ignorante; a mis años no sabía, o no recordaba, ya que puede ser que lo hubiera aprendido, que Medina Azahara existía como ruinas arqueológicas, que no era sólo una leyenda. Una medina le hubiera levantado yo a la catalana, pero como ya os he dicho estaba allí para oxigenarse. También he dicho que no tenía bañador (yo, la catalana sí), pero como mis gallumbos (por cierto, esta palabra no está en el diccionario) son de pata larga, o sea hasta medio fémur, podían pasar por bañador... Si no hubieran llevado la abertura vertical para sacarla a paseo (ya sabéis), según me hicieron notar después... Después de haberme paseado por todo el pueblo en gallumbos coloraos.
El río estaba lleno de cangrejos americanos, lo cual no inspiraba mucha confianza, ya que un mordisco en un dedo podía hacer pupa, y los pies había que cuidarlos al máximo. Peor fue descubrir que muchos de los cangrejos estaban muertos... Menos confianza todavía... La verdad es que debajo del puente olía un poco a podrido. Pero todo fuera por refrescarnos. Al lado del puente había una especie de playita bastante cutre y allí nos arremolinamos peregrinos, gente del pueblo y gitanos que estaban de paso. Comí junto a la catalana y me contó su vida.
El resto de la tarde lo pasamos en calzoncillos en el callejón que unía el barracón (albergue) con la calle principal. Las gentes del pueblo pasaban por dicha calle y miraban hacia nosotros/as quedándose con caras de indignación unos, de estupefacción otros: “todos los años el mismo espectáculo”, “peregrino mangurrino”... Lo cierto es que fue el pueblo más hostil en el que caímos de todo el Camino. Ya empezamos a notar maneras en la hospitalera, pero los regentes del bar-restaurante se llevaron la palma. Tuvieron varias broncas con los peregrinos. Una de ellas fue con David, Javier y Sonia. Los chicos llegaron al bar a pedir unos bocadillos, pero se ve que solo querían vender menús (¿o menúes?), de manera que les dijeron que no tenían, que se fueran a peregrinar a la Meca, a ver si allí les daban bocadillos. Hubo que sujetar a David para impedir que saltara la barra y le agarrara del cuello, le metiera la butifarra (una que había por allí, no penséis mal) por la garganta hasta que se pusiera morao y luego le pasara por el cortafiambres para hacerse el bocadillo. ¡Joputa! De manera que salieron del bar con el mismo hambre con el que entraron, al que se añadía ahora la angustia de la impotencia, eso que produce las úlceras. Cuando le contaron esto a Javier, el que se fue a comprar tabaco, éste se deshizo de su cena para que los chavales pudieran comer algo.
El pueblo en cuestión, Larrasoaña, no disponía de comercios salvo el bar, gozaba del monopolio, el muy cabrón, de modo que no había posibilidad de comprar nada. Pero héte aquí que la madre y la hermana de David y Javier (que, como he dicho en otra ocasión, son hermanos) andaban visitando la zona y llevaban vehículo, por supuesto. De modo que les pedimos si nos podían comparar alguna cosilla para cenar y desayunar. Y eso hicieron, con el agravante de no dejarnos pagárselo. Cenamos con vino, tan ricamente.
Una de las conversaciones que tuvimos varias veces a lo largo del día fue el socorrido y recurrente tema de los ronquidos in the night, sobre todo los de Javier (fumador) –no confundir con Javier (novio-Sonia o hermano-David)--, especialmente hirientes en este sentido eran las mujeres, en nuestro caso la catalana. Pues bien, los últimos en acostarnos fuimos Javier (fumador) y yo. Cuando subíamos por las escaleras temíamos que se hubiera colado un león dentro, de los rugidos que emitía. Según me encaminaba hacia mi litera percibía que los sonidos procedían de mi zona, hasta que estuve al lado. ¿Y quién pensáis que era el león? ¡Premio! La catalana. Roncaba de una forma espeluznante; de hecho Sonia se despertó y no daba crédito a sus ojos y oídos. A los rugidos se añadieron los cuchicheos y las risas, de modo que se despertaron varias personas y esas despertaron a otras, hasta que, al final, se despertó la culpable y se acabó el festival. Por supuesto, ella lo negó todo.