Nos despertamos con la luz del alba (bonito eufemismo para decir que Rafa se despertó a las 9:00 de la mañana y empezó a cantar pidiendo lo suyo tras una noche en la que empezó a llorar a las diez de la noche y terminó a la una de la mañana, sin ser capaces de calmarle, salvo a ratos). Al final pude dormir un poco. Rafa desayunó tras lo cual nosotros bajamos a la cocina para hacer lo propio. Aunque el desayuno entraba en el precio de la casa te lo tenías que preparar tú, un desayuno cuya materia prima, marca blanca (o "nisu"), no es que fuese de primera calidad, pero era algo. En esas estábamos cuando llegó la regenta con fruta y unos bollitos denominados "mostachones" que, inocentes de nosotros, pensábamos eran del lugar, pero buscando en la red resultan ser de Utrera, cosas de la globalización. Eso por un lado, por otro el nombre no tiene absolutamente nada que ver con la forma de un mostacho grande a lo señor prusiano. Si no nos creéis, observad:
Antes de salir hacia nuestro siguiente destino decidimos dar una vuelta por Maranchón para verlo de día, pues ya no volveríamos (al menos ese finde). Tampoco sabemos si en la casa rural nos acogerían después de llevarnos la fruta para comer el día anterior, poner perdida la casa del barro que trajimos en las botas, manchar los cacharros de la cocina con la cena (pues no nos arriesgamos a caer de nuevo en otro chusco-bar) y dar la noche a los vecinos con los llantos de Rafa). Fiel a nuestra costumbre de recorrer los alrededores, nos adentramos en los arrabales de Maranchón, esas especies de vertederos de inertes, donde a veces te encuentras inerte algo que antes estaba "erte", perros, vacas, gatos... Y colchones. No obstante, a pesar de que nuestro carrito es tipo todo-terreno (o eso pensaba yo, hasta que vi que le faltaba suspensión)
hay sitios por los que no puede pasar. Bueno, eso tampoco es cierto, depende de las ganas que le eches, porque la semana anterior subimos a la Silla de Felipe II por la parte de atrás: tuvimos que atarle una cuerda al carro para que Gema tirase de él mientras yo empujaba, y Rafa dentro, por supuesto, convirtiendo un agradable paseo de domingo en un raid en toda regla (luego tuvimos que saltar con él el quitamiedos de la carretera, etc). El caso es que empezamos a subir por detrás de la iglesia hasta que la cuesta se hizo muy pina, a partir de allí continuó Gema sola, decidida a buscar una buena panorámica del pueblo:
Yo mientras tanto decidí continuar por la senda que bien podríamos denominar "del botellón", ya que esos eran los restos que más abundaban por allí, por detrás de un pequeño depósito de agua convenientemente vallado para que los asiduos a la senda no se despejasen involuntariamente. Luego, como suele ocurrir invariablemente en estos casos en los que el grupo se dispersa sin quedar de antemano para reunirse de nuevo en una región concreta del continuo espacio-temporal, empecé a impacientarme porque Gema no bajaba... ¿Y si fuera a bajar por otro lado? Vayamos a ver... volvimos Rafa y yo sobre nuestros pasos. Por la parte frente a la iglesia vimos bajar a dos niñas que previamente estaban arriba, donde subió Gema. Rehusamos preguntarles por la hippy de gafas negras que había subido tras ellas, no fuera a ser que también se asustaran del boina con gafas negras y carrito (a saber lo que podría llevar en él) que hacia ellas se dirigía y huyesen despavoridas gritando y alertando a los vecinos, prestos a salir en pos de los forasteros por mucha boina que gasten. Cruzámosnos con otro lugareño que extranóse de nuestra presencia en tan fría mañana de diciembre... Hasta que nuestra mujer y madre apareció por donde había marchado.
Fuimos posteriormente al punto opuesto del pueblo fotografiando fachadas curiosas y casas semiderruidas "donde habita el olvido", llegando hasta el cuartelillo de la Guardia Civil (yo rápidamente me di la vuelta, que con las pintas que llevaba no era cuestión de quedarse por allí mucho rato, no quiero decir nada de la que tomaba fotos). Llegamos hasta el final de la alameda, allí donde la primera paisana de la noche anterior nos indicó la fonda; la fonda efectivamente estaba, pero ya no era hora de probar sus viandas.
Volvimos a la furgo, metimos la ruta en el (una vez más, sacrosanto) Google Navigator de mi flamante HTC Wildfire ("Fuego Salvaje", debe ser por lo que se calienta cuando tienes puesto el GPS, internet y el "diente azul" a la vez) y nos dirigimos hacia Pelegrina. ¿Por qué la Hoz de Pelegrina y no la de Molina de Aragón, que quedaba más cerca? Porque al ser el domingo y tener que volver a Madrid nos pillaba de camino: salir a la A2 hacia Madrid y en el km. 119 tomar la desviación hacia Sigüenza.
Una de las cosas que más te sorprende de los cañones es, precisamente, su presencia en un sitio en el que a priori parece que sólo hay unas suaves ondulaciones de monte bajo. Es decir, si te encuentras en un sitio montañoso no te sorprende, o te sorprende menos, ver un desfiladero, pero ver un cañón excavado en la llanura...
Ya desde el vehículo podía observase desde arriba, pero mucho más cómodo era observarlo desde el mirador de Félix Rodríguez de la Fuente (tío de Gema)...
Sí, amigos, la Hoz de Pelegrina fue uno de los sitios donde el amigo Félix rodó muchos de sus documentales, de hecho todavía existe la caseta donde guardaba el material de rodaje y otras cosas, como el rollo de cinta aislante con el que ató la cabra a las patas del aguilucho aquel... Pero, ¿alguien ha visto alguna vez a una rapaz comerse a un bicho mayor que ella? Desde luego qué vida la de las cabras, cuando no las tiras de un campanario, las tiras colgadas de un águila y si no, le pegas un tiro, como dicen que hizo Buñuel en el documental de las Hurdes, para que parezcan que se despeñan por sí mismas. En fin... De todos modos no vamos a negarle a Félix la gran labor de divulgación científica y el amor por la naturaleza que nos inculcó de niños. Una de cal y otra de arena (aunque nunca he sabido cuál era la buena, ¿la cal o la arena?). Dejamos al niño dormidito en el coche y nos fuimos, su madre y yo, a otear la Hoz, pero tras la lectura de dos paneles info-educativos una vocecita en mi conciencia empezaba a llamarme desde el vehículo... No, no era Rafa llorando, era mi conciencia, sí, que aunque no lo parezca la tengo. Por alguna atávica razón uno no puede separarse muchos metros de su cría sabiendo que ésta se queda sola... Bueno, sí, los conejos lo hacen, pero las crías de los conejos se quedan calladitas en el fondo de su madriguera, no en un coche aparcado al sol (aunque estemos en diciembre) en la curva de una carreterucha local. Así que sin poder resistirlo tuve que ir al coche para comprobar que el niño seguía durmiendo como un bendito.
De aquella ya nos montamos y continuamos el camino hacia el pueblo de Pelegrina, villa dominada por un castillo (ruinoso) en lo más alto del seno de la hoz;
para ello hay que tomar un desvío por una carretera cuyo final es el pueblo, no continúa más allá. Aparcamos en uno de los últimos sitios que quedaban en el aparcamiento para turistas, pues las estrechas calles del pueblo no permitían el ir y venir de los vehículos. Además que el pueblo tampoco era tan grande como para tener que recorrerlo en coche.
Pero Rafa seguía dormido y, dada la noche lloriqueante que tuvo, Gema no quería despertarle para ponerle en la mochila, prefería que siguiera durmiendo; mas yo, que no tengo corazón para dejar a la gente dormitar cuando la luz del día ilumina un mundo lleno de posibilidades y maravillas, es más, que no lo tengo ni siquiera para dejarles dormitar las horas previas a la iluminación de ese mundo si la programación lo requiere, era partidario de la inmediata carga infantil, que ya tendría tiempo de dormirse después... A todo esto serían así como la una de la tarde (un poco menos). Pero como dos no discuten si uno es tu mujer, lo que hicimos fue sacar a Rafa en el cochecito, que como ya va metido en el huevo y éste se engancha al carro no era necesario despertarle. Así que, hala, nuevamente cuesta arriba. Se acaba el asfalto y empieza el camino de tierra...
Cuando os hablan de castillos siempre pensáis en los de los cuentos y películas, con puentes levadizos y carreteras empedradas que llevan hasta él, ¿verdad? Ay, ingenuos, a la mayoría de castillos se accedía por una senda lo suficientemente ancha para que quepa un caballo y normalmente cuesta arriba, que así era más fácil defenderlo. En realidad no tenían que defenderse de ningún ataque; el castillo era sitiado y sólo podían esperar a que algún aliado acudiera a su rescate antes de que muriesen de hambre o alguna otra enfermedad, por su parte los "atacantes" se sentaban fuera a esperar mientras se daban el festín con el ganado y las mujeres que no hubieran tenido tiempo de refugiarse en el castillo. Pero, claro, eso en las pelis es muy aburrido y hay que darle un poco de acción (catapultas, escalas, flechas, aceite hirviendo y mandoble a diestro y siniestro...) Ah, la Edad Media, honor, escudos, armaduras... Pamplinas; todo era violencia, mugre y enfermedades.
Subimos, como decía, a las ruinas del castillo y... A todo esto cabe la reflexión acerca de los tipos de ruinas que podemos encontrar en nuestros periplos campestres; podemos dividir las ruinas en tres clases en función de su altura: bajeras, medias y altaneras. Altura que suele estar en relación inversa a su proximidad temporal, aunque también al tipo de construcción: las viviendas romanas suelen ser del tipo bajero, es decir, muretes de 40 cm como mucho, los castillos medievales son de tipo altanero... Aunque las viviendas a los pies de la Cueva de los Casares, medievales, son de tipo bajero. Bueno, también es de entender que los castillos, fortalezas, templos, etc. se contruyeran con más esmero y más piedra, sobre todo más piedra. Pero bueno, dejemos esto para los arqueólogos (yo de pequeño quería serlo, imitar a Champollion... Mucho antes que a Indiana Jones).
... Allí se despertó Rafa, tomamos unas fotos, le cargamos en la mochila y volvimos al coche para dejar el carro. Sí, ya sé que es mucho trajín, pero llevar un niño es lo que tiene. Quedarse en casa es otra opción, pero más aburrida y da poco que contar luego en el blog.
Desde el mismo aparcamiento salía el camino hacia el río, aunque uno debía estar un poco atento pues salía desde una calleja de medio metro de ancho, a punto estuve de quedarme atrapado con Rafa. Al contrario que en la ruta del día anterior en el Valle de los Milagros, en ésta había bastante más gente. La gente que te sueles encontrar en el campo te saluda... Este es un fenómeno curioso que varias veces hemos tratado Gema y yo: vas andando por el campo, ya sean Los Claveles de Peñalara, o la Herrería del Escorial, y la gente con la que te cruzas te saluda, gente desconocida que no lo haría dentro del pueblo, ni siquiera en un parque de Madrid... O quizá sí. Todo depende de la cantidad de personal que haya por los alrededores (no sé si ya he reflexionado sobre esto en algún otro artículo; bueno da igual): a más gente, menos posibilidades de saludo hay; es lógico, no vas a estar saludando a todo el mundo. Vale, pero ¿por qué se saludan los caminantes? Obsérvese que esto es más difícil que ocurra en otros "deportes" itinerantes como las carreras o el ciclismo. Podría pensarse que eso se debe a que se va más deprisa y cuesta más abrir la boca o levantar una mano. Ya. Eso no es así, porque los moteros por ejemplo se saludan al cruzarse (la mayoría). Para Gema es cosa de mantener el contacto social en un medio solitario donde en un momento determinado podríamos necesitarnos. Y lo cierto es que cuanto más solitario sea el paraje más tiempo dedicamos al encuentro: te encuentras a alguien en el Pirineo que baja mientras tú subes y te paras, le preguntas qué tal por ahí arriba, etc. Pues si vas con un bebé colgado (colgado físicamente, no loco ni drogado, para esto ya tendrá tiempo en la adolescencia, uséase, de los 12 a los 40 años)... Si vas con un bebé, tooooodo el mundo se para a decirle cositas: "qué a gusto vas ahí, ¿verdad?", "quién fuera bebé", "mírale qué rico", "hala, ya de pequeño haciendo deporte"... Sí, sí, deporte el chico, pues anda que yo, que me tiene eslomao. Antes iba al fisio a que me diera masajes en las piernas, pero de un tiempo a esta parte necesito que me trate la espalda. Y los brazos dentro de poco.
Un sitio que invita a la paz y a la reflexión, ¿verdad? Pues siempre hay alguien que tiene que venir a molestar. Bueno, en esta ocasión no vino, se quedó en el mirador (el de Félix), pero se le oía en toda la hoz: ¡eeeeeeoooooo! ¡Manoloooooooo! ¡eeeeeeoooooo! Y doblemente, porque hacía eco. Así durante un cuarto de hora... O cinco minutos, pero se me hizo muy largo. La caseta del Félix fue un poco decepcionante (ni la fotografiamos), uno esperaba algo cuco, de maderita, pero qué va, es de obra: ladrillo, uralita...
La ruta, circular, aunque no tiene mucha pérdida está bien señalizada por unos postes de madera cortados al bies con una flecha pintada en el corte, pues "bies", en el poste más importante (el que te hace cruzar el río y dar la vuelta) tenía la flecha más abajo, de modo que no la vi y continuamos recto, no mucho porque rápidamente el camino empezaba a subir por rocas y bajar por grietas no apropiadas para lactantes. Así que dimos la vuelta.
Tras cruzar el río se encuentra la desviación para la Cascada del Gollorio, pero tampoco la consideré apta para Rafa y, aunque Gema me animó a ir sólo mientras me esperaban, no me pareció apropiado, pues también era la hora de comer. El camino por el otro lado del río era un poco más complicado, era una veredilla con subeybajas (en un punto hasta han puesto barandillas; con cadenas, eh, tampoco vayáis a pensar en el balcón de Palacio). Luego llegamos al puente y volvimos al camino original.
Entonces, como la ruta se había desarrollado sin incidencias, decidimos darle emoción al asunto: primero lo intentamos, cómo no fieles a nuestra tradición, por los arrabales del pueblo, dando la vuelta a la hoz por debajo del castillo, pero aparte de mugre no había senda. Después ya, con más éxito, tiramos hacia arriba, atrochando, hasta las eras; una subida que con el niño a cuestas no dejaba de tener su dificultad, pues sus piernecitas no te dejan subir mucho las rodillas, el terreno resbalaba un poco... Pero el lugar que escogimos para comer lo merecía: solecito, vistas a la hoz y al paisaje de detrás, buitres sobrevolándonos a pocos metros (Rafa estaba cerca).
Después, un cafetito, que el bar estaba cerca. Los regentes un poco secos como acostumbran a ser los poseedores de monopolios en lugares turísticos o de mucho paso: "prohibido asomarse al balcón de 13:30 a 17:00" rezaba un cartel a la entrada del comedor. "Es por los autobuses que vienen, la gente entra y no dejan comer a los clientes". No sé cómo les sentaría que cambiásemos a Rafa de pañal encima de una de las mesas, porque se trata de una actividad de riesgo en toda regla; dos son los peligros fundamentales: (1) si el pañal está enmierdao hay un 75% de posibilidades de que tú también acabes enmierdao, pues el niño de los cojones (enmierdaos) no para de patalear (con la única intención de enmierdarse los pies) ni de bracear (con la única intención de enmierdarse las manos para, posteriormente, llevárselas a la boca), ante esta situación es bueno contar con la ayuda de una tercera persona (la madre en este caso) para que así disminuyan las probabilidades de enmierdamiento (37'5% para cada uno) o, al menos, se socialice el mismo (mal de muchos, consuelo de padres damnificados) y todo esto sin tener en cuenta la nefasta posibilidad de una réplica; (2) tanto si el pañal está enmierdao como si no, hay una probabilidad, baja, eso sí, de que al niño le entren las ganas en ese mismo y comprometido instante; ganas de lo uno o de lo otro, pero tranquilos no os voy a abrumar con los escatológicos detalles; no obstante pensad sólo un momento en que todo esto ocurriera en un restaurante. Afortunadamente todo se desarrolló "con normalidad", tras lo cual pagamos, nos montamos en el vehículo y salimos rumbo a casa, a la que llegamos con la sola incidencia de que a Rafa le entró hambre y tuvimos que parar, pues no conviene darle teta en marcha, no conviene sacarle de su huevo con el coche en movimiento.
Hasta la próxima.