...Y aquí me encuentro, dos semanas después de mi experiencia alpina, sentado ante el ordenador, intentando dar forma a unos pensamientos que han ido surgiendo y fermentando mientras recordaba todo lo vivido. Aquí me encuentro, con el brazo algo mejor, aunque sin poder hacer molinillos todavía. Aquí estoy con la punta del dedo gordo insensible.
A veces una pequeña vivencia es más educativa, más importante para la vida de una persona, que una supuesta gran experiencia. Cuando hice el Camino de Santiago hace cuatro años en realidad aprendí muy poco sobre mí y sobre el mundo, quizá no recorrí ese camino interior que dicen recorre el peregrino al son del camino exterior... O quizá ya lo había recorrido antes, que todo puede ser, y por eso pocas cosas me extrañaban. Lo que aprendí en el Camino fueron cosas sobre el propio Camino. En cambio, estos cuatro días en los Alpes sí me han hecho reflexionar sobre mí y sobre el mundo, no sólo sobre el alpinismo.
Estas reflexiones surgen de un hecho básico: allí arriba nos estábamos jugando la vida. Cuanto más experto eres menos te la juegas en el sentido de que vas más seguro y sabes lo que hay que hacer en cada momento (lo cual no te libra de un tropiezo, de un desprendimiento, etc.); pero no era mi caso. No me considero alpinista por haber ido allí, ni por hacerme la cresta de Los Claveles todos los inviernos, con algún corredor de Peñalara. De modo que nosotros sí nos la estábamos jugando mucho más; Javier quizá menos, pero como íbamos encordados, un error mío también habría sido sufrido por él.
Cuando estás en una arista o en una pala de nieve con varios cientos de metros de caída cualquier error puede ser fatal: que se te enganche un crampón con el pantalón de la otra pierna, que pises en una zona inestable... Si a esto le añadimos el mal de altura y el mareo que conlleva, el riesgo se multiplica. Si le añadimos el nerviosismo provocado por la posibilidad de congelación de los dedos o el de la misma percepción del peligro de caída, el riesgo se multiplica mucho más. Y si a ello le añadimos la posibilidad de que el hombro se hubiera salido en cualquier momento... El milagro es que hayamos vuelto.
Bueno, quitémosle dramatismo, porque tampoco se puede decir que haya visto a la muerte de cerca, o al menos no tanto como mi compañero, que en una ocasión se pasó colgado en una pared muchas horas con un tiempo horrible y sin poder moverse (casi le tuvieron que amputar un dedo). Pero al menos ha sido suficiente como para hacerme pensar en el porqué de la asunción de estos riesgos.
Reconozco que estas reflexiones están provocadas no solo por el hecho en sí, sino por la percepción del mismo, la percepción del riesgo, una percepción que puede ser distinta en función de la experiencia del alpinista. Sin embargo, la génesis no invalida la estructura, es decir, lo que aquí diga desbordará el universo del alpinismo y abarcará otras facetas de la vida humana, individual y colectiva, razón por la cual el hecho de que "haya vuelto asustao", como me ha dicho alguien, no significa que todo lo siguiente carezca de valor.
Una de las respuestas más recurrentes de la gente cuando le hablas del riesgo y de los peligros a los que te has expuesto, aún en el caso de que no se atrevieran a hacer lo que tú, reconocido por ellos mismos, es el hecho de que constantemente en nuestra vida occidental estamos expuestos a múltiples riesgos: explosiones de gas, electrocuciones, ahogamientos, terremotos, derrumbes, accidentes nucleares y, los que se llevan la palma, los accidentes de tráfico. Esto ya de por sí es una materia a tratar, "la sociedad del riesgo", de la que habló en los 80 Ulrich Beck, y de la que algo diremos aquí. Pero lo importante es que, asumido que vivimos en dicha sociedad, ¿por qué asumir más riesgos de los necesarios?
Hay otra cuestión también bastante interesante y es la siguiente: ¿ha sido necesario que fuera a los Alpes para darme cuenta de esto? Al parecer sí. Lo que quiero decir es que no es la primera vez que pongo mi vida en peligro en la montaña. Muchas veces, yendo solo por la Sierra de Guadarrama, he abandonado el camino y me he puesto a subir por rocas y ha llegado un momento en el que no podía seguir ni para adelante ni volverme hacia atrás (al final, evidentemente, pude continuar, de lo contrario no habría escrito esto); las caídas eran considerables, diez, quince metros, suficientes para matarte. Otras veces me ha pillado ventisca en Peñalara e incluso he sufrido principio de congelaciones. ¿Cuál es la diferencia en este aspecto entre Peñalara y los Alpes? ¿Que con diez metros te puedes quedar parapléjico y con quinientos te matas seguro? Algunos no verán tanta diferencia, otros sí; la mayoría seguramente preferirían los Alpes. ¿Es quizá esa altura que tanto impresiona lo que activa el miedo y hace percibir el riesgo de un modo más acusado? ¿No serán todo esto las dudas de un principiante? Es decir, ¿no se inmunizará uno frente a esas alturas, esos miedos, al cabo de unas cuantas veces? Muy bien, imaginemos que estamos inmunizados, imaginemos incluso que nos hemos aclimatado a la altitud: los riesgos disminuyen, pero no desaparecen. Es más, cuanto más expertos somos, más lejos queremos llegar, más alto queremos subir... Y cuanto más alto se sube más dura es la caída.
Pero el alpinismo es sólo una de las muchas actividades X-treme que actualmente están tan de moda. Entre estas actividades están la escalada, descenso de barrancos, paracaidismo, descenso en BTT, puenting, rafting, free-ride... Deportes de aventura que nos hacen saltar la adrenalina por las orejas y pretenden hacernos sentir "más vivos", protagonistas de nuestra propia vida.
Pero, ¿es que acaso nuestra vida diaria es tan aburrida que necesitamos sentirnos dentro de una película de acción? ¿Es que nuestro trabajo no nos realiza? ¿Es que nuestras relaciones familiares no nos satisfacen? Al parecer se está cumpliendo, quizá de un modo paradójico, aquel lema del 68 que rezaba "No queremos un mundo en el que la garantía de no morir de hambre se compensa por la garantía de morir de aburrimiento". Aquellos "revolucionarios" criticaban el capitalismo de consumo, un sistema económico que lo único que nos proporcionaba eran bienes: la vida consistía en trabajar y consumir. Pero desde los 90, tal y como explica Vicente Verdú en su libro "El estilo del mundo", el capitalismo se ha extendido a otros ámbitos de la existencia humana y ya no se venden sólo productos, sino experiencias e incluso estilos completos de vida, el más llamativo de los cuales es el estilo X-treme. De ahí que proliferen como setas las empresas de aventuras y turismo activo.
Evidentemente, como en todo, hay grados y en cada actividad de estas existen unas modalidades más peligrosas que otras. Veamos un vídeo:
Dan Osman murió en uno de sus saltos. La pregunta es: ¿tenía algún valor la vida para este hombre? Quizá sí, quizá el estar al borde de la muerte le haga a uno apreciar más las pequeñas cosas de la vida, tal y como dice Javier-Khumbu, mi compañero en los Alpes. Pero de ser así, ¿no bastaría simplemente con una sola experiencia? ¿no bastaría con caminar una sola vez por el filo de la navaja para dar el valor que merece a nuestro día a día? ¿O es que las ocho horas de trabajo en la oficina son una condena de la que intentamos escapar cada fin de semana? ¿Y la familia? ¿Y los amigos? ¿No tienen valor?
¿No corremos ya suficientes riesgos en la vida cotidiana? Nos levantamos y encendemos el gas (que puede explotar) para meternos en la ducha, cogemos el automóvil (con el que podemos sufrir un accidente) para desplazarnos al trabajo, o cogemos el tren (con el riesgo de un atentado terrorista); podemos sufrir las consecuencias de accidentes nucleares o terremotos. Todos estos riesgos han sido asumidos por nuestra sociedad como inevitables, cuando lo cierto es que serían perfectamente evitables bajo otro modelo económico. Vivimos en la "sociedad del riesgo"; mucha gente vive aterrorizada por todo ello, y lo cierto es que tampoco puede uno vivir así, pensando que en cualquier momento le va a sobrevenir el desastre. Lo curioso del asunto es que esta gente tan miedosa (un miedo, por cierto, inducido por los medios de comunicación) también vive al límite; su vida diaria es una experiencia extrema. Serán unos exagerados, pero su experiencia de viajar en tren puede ser tan adrenalítica como para nosotros atravesar la arista Midí.
En los 60, con la universalización de los medios de comunicación, principalmente de la televisión, se configuró la llamada "Sociedad del espectáculo". En ella el tedio de lo cotidiano se conjuraba a través del espectáculo, llegando a convertir en espectáculo la realidad misma, pero una realidad ajena al espectador (la realidad política, la realidad de su equipo de fútbol, la realidad del Vietnam...) El espectáculo siempre ha existido y ha existido como medio de evasión. Sin embargo, la culminación del espectáculo es que la propia vida de uno sea concebida de un modo espectacular, como el protagonista de una película de acción. Y para ello uno ha de ponerse en peligro, ya sea montando en un tren acechado por terroristas, ya sea colgando boca abajo de un puente.
Tanta película, tanta noticia, tanto deporte extremo en los medios de comunicación han acabado por lavarnos el cerebro, lo han despejado de la antigua fronda y han plantado la semilla de lo heroico, o la semilla de la fama (en el caso de la prensa, la tele rosa y los reality-shows). Y además todos podemos ser héroes y/o famosos, pues el abanico de actividades es inmenso: el que no hace alpinismo, hace free-ride y el que no, kate-surf, y si no, motociclismo, y si no, a los sanfermines... Por no hablar ya de los que se dedican al sexo duro (otro tipo de heroicidades). El caso es salirse de lo cotidiano, sobresalir(se). Es el signo de los tiempos: la postmodernidad que se caracteriza por una puerilidad en la que, sin embargo, la imitación de los héroes ha dejado de ser un juego, pues nos va la vida en ello (y se nos puede ir en ello).
Ya no nos basta con salir a correr un rato todos los días y así estar en forma, no. O salir los fines de semana al campo, a la sierra, para respirar aire puro y ver paisajes. En cuanto empezamos a coger soltura en una actividad deportiva queremos ir a más: si corremos, nuestro objetivo es un maratón; si salimos al monte, nuestro objetivo es el Mont Blanc; objetivos ambos lesivos y peligrosos.
"Ir a más", pues claro, "superarse", "transcenderse", "Citius altius fortius"... ¿Acaso no es esto una pequeña muestra de nuestra divinidad, de la elevación de nuestro espíritu hacia las esferas celestiales? Pamplinas. La superación, los límites... Majaderías que nos han metido en la cabeza los del Filo de lo Imposible y los anuncios de Nike y Pepsi Max... Esas cosas están reservadas para los héroes, para los superhombres, para esas figuras que entretienen a los niños y llenan de orgullo a sus mayores, paisanos y compatriotas, pues no olvidemos que la función social de los héroes es la de servir de aglutinante en una identificación grupal.
Se me podrá objetar que eso de poner la vida en peligro inútilmente (otra cosa es trabajando), no es algo de ahora, sino que data de antiguo, que siempre se han subido montañas, nos hemos puesto delante de los toros o hemos atravesado descalzos metros de carbón ardiendo. Pues claro, tampoco es que ahora seamos mucho más tontos que antes, lo que ocurre es que lo somos durante más rato y más gente. Antiguamente esas cosas se hacían en honor a los dioses paganos, posteriormente en honor de los santos (cuando estos sustituyeron a aquellos) y ahora lo hacemos en honor a nosotros mismos. Lo de subir montañas, por otro lado, siempre fue una afición de aristócratas, esto es, de gente ociosa, gente aburrida de su vida cotidiana; una vida consistente, básicamente, en tocarse el bolo. El aristócrata de los siglos XVIII en adelante es un ser acomplejado por el peso de sus apellidos, por la gloria de sus antepasados labrada en el fragor de la batalla; es un ser melancólico, romántico, que necesita realizar alguna hazaña para ponerse a la altura de su misma cuna; es un hombre llamado a convertirse en héroe.
Los héroes, el panteón celeste... Pero nosotros, simples curritos mortales, ¿por qué queremos ser héroes, si acaban todos muertos? ¿Por qué necesitamos sobresalir? ¿Por qué queremos ser superhombres? Según Nietzsche el advenimiento del superhombre sólo llegará tras el ocaso de los ídolos, pero, claro, Nietzsche no se imaginaba que, en la sociedad del espectáculo que estaba por venir, los ídolos religiosos serían sustituidos por ídolos de carne y hueso. En este sentido Nietzsche se quedaba corto frente al punk ("mata a tus ídolos"). Nietzsche proponía la sustitución de los ídolos por uno mismo, ser cada uno su propio ídolo y ejercer así la voluntad de poder. El asunto se las trae, ya que tampoco andamos tan lejos de dicha propuesta. Sin embargo, ¿acaso no es necesaria bastante voluntad de poder para llevar a cabo la vida cotidiana?
Ahora sopla un aire más fuerte de lo normal, veo agitarse las hojas en el árbol de mi patio... ¿Nada fuera de lo común? Quizás. El viento sopla y ulula a través de las rendijas de las ventanas. Quizá lo cotidiano no sea llamativo, no sea interesante, porque no sabemos mirarlo. Si lo pensamos un poco existen multitud de cuestiones en la vida diaria que nos plantean problemas a solucionar, problemas que exigen mirar de otro modo esa pequeña parcela de realidad cotidiana, por ejemplo, ¿cómo evitar que entren las hormigas en el bol de comida del gato? ¿cómo evitar que entren otros gatos en casa? ¿cómo evitar, de aquí en adelante, que se me salga el hombro? Muy bien, todo esto será muy interesante pero no produce elevados niveles de adrenalina (aunque, bueno, enfrentaos a un gato acorralado a ver qué tal). Pero, ¿son necesarios esos niveles? ¿para qué? Son adictivos, eso sí. ¿No estaremos ante otro tipo de droga que nos ofrece la sociedad de consumo?
Observemos lo cotidiano, lo pequeño. "Lo pequeño es hermoso", frase que, aunque suene muy Zen y New Age, fue acuñada por el economista alemán Ernst Friedrich Schumacher en 1973 como crítica a la economía basada en los grandes proyectos que llevó a la crisis del petróleo, cosa que no viene al caso... O sí, porque podríamos establecer paralelismos. Caminemos por sendas y observemos las piedras, las flores, las hierbas. "¿Por qué voy a pasar por un sitio en el que si doy un traspiés me mato?", me dijo Juan Jesús, compañero de facultad, en los riscos de la Cascada del Purgatorio donde, por cierto, se me salieron los hombros por primera vez (aunque no ese día). ¿Necesitamos pasar por esos riscos? ¿Necesitamos esas medallas? "Las medallas son chapas de hojalata", decían La Polla Records.
He querido sentirme un héroe y en este momento me encuentro como el protagonista de la canción "El malo", de Barón Rojo: "...ahora el hombre está feliz / diez días en prisión / por imprudencia al conducir". No sé si volveré a repetir algo de este estilo (desde luego no sin antes operarme); no sé si podré sustraerme al romanticismo y a la mística del alpinismo, pues el saberse enfermo y conocer la causa del mal no nos sana, como pretende el psicoanálisis.
Y ya que nos ponemos a hablar de psicología, vamos a meter aquí las ideas de Gema al respecto (así, como seguramente me equivoque en algo, damos pie a que intervenga, pues su enfoque siempre es interesante). Según ella la gente que hace cosas de este cariz, poner su vida en peligro sin motivo ni razón, se debe a que necesitan demostrar algo, a que necesitan valorarse (y sentir que los demás le valoran) por alguna actividad ajena a su actividad cotidiana, es decir, que sería algo así como una especie de reacción a un sentimiento de inferioridad como persona. Lo que yo me pregunto es si la persona es algo distinto de sus acciones y, sobre todo, si yo me siento inferior. ¿Me siento inferior a mis compañeros de trabajo? No. ¿Me siento inferior a mis compañeros del curso de Técnicos Deportivos de Montaña, que son todos unos máquinas? Quizá. ¿Me siento intelectualmente inferior a Gema, a mis compañeros de facultad? Puede ser... Soy un piltrafilla.
Quizá toda esta reflexión acerca del riesgo se debe a que me hago mayor, pues es sabido por todos que los jóvenes arriesgan más que los viejos. ¿Se debe a que tienen más energía? ¿A que tienen menos consciencia del peligro? ¿A que no tienen tanto que perder? Uno se vuelve conservador cuando tiene algo que conservar, es decir, cuando a lo largo de su vida ha conseguido una serie de bienes, cuando tiene mujer, hijos... Sobre todo cuando ha conseguido estas cosas con esfuerzo, porque muy distinto es aquel que nace con todo debajo del brazo y, por lo tanto, no da valor a lo que tiene. Claro que, hoy en día los jóvenes a los que les dan todo hecho tampoco valoran nada... No a todos, por supuesto. de todos modos, si de arriesgar la vida se trata, lo suyo sería que la arriesgaran más los viejos, que ya han vivido bastante, que no los jóvenes... En fin, creo que ya estoy desvariando, son las diez y media de la noche y me he tomado una Alhambra 1925 sin cenar.
Solo una cosa más. Cuando le preguntaron a George Mallory, uno de los primeros en subir al Everest (aunque no se sabe si hizo cumbre), por qué escalar montañas, contestó "porque están ahí". O sea que, encima de querer tocar el cielo, se las daba de modesto. ¿Habráse visto semejante vanidad, semejante hybris? Los dioses le castigaron y no permitieron que se encontrara su cuerpo hasta 75 años después, a 520 metros de la cumbre. Murió con 38 años: ¿joven, viejo?
Intervención de Gema:
Intervengo, esperando estar a la altura de “ese enfoque siempre interesante” con el que me halagas.
Según lo pones parece que yo digo que todo el que hace deportes de riesgo es un “jodio” acomplejado y tampoco es eso. Me remitiré al refranero con eso de “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Lo importante es que en los actos de las personas, no todo son razones sociales, también influye la psicología, la personalidad de cada quien y a este respecto tu texto es muy tendencioso, pues no todo el mundo que hace deporte se convierte en un “friki” o empieza a competir (aunque el deporte tenga algo de competición en sí mismo).
Por otra parte el psicoanálisis solo te va a "curar" de lo que vivas como un problema, como una enfermedad, como una limitación; si subir a las montañas te ayuda a reforzar tu autoestima y no te genera conflictos ni contigo mismo ni con la sociedad a la que perteneces, no hay enfermedad “mental” que curar, porque no hay sufrimiento. Si por el camino te rompes la crisma o se te sale el hombro será cosa del traumatólogo o de cualquier otro “médico del cuerpo”, al médico del alma solo le importa que seas feliz rompiéndotela.
En cuando a las razones político-sociales del gusto por el riesgo estoy totalmente de acuerdo contigo (sin que sirva de precedente) en que vivimos en una sociedad con una necesidad de estimulación constante en la que hasta nuestro tiempo “libre” debe ser rentabilizado a base de acumular “experiencias”. Acumulación y rentabilidad conceptos claves del capitalismo, la maldita sociedad de consumo a la que tú siempre culpas de todos nuestros males.
De tu texto me gusta especialmente esta frase: "Quizá lo cotidiano no sea llamativo, no sea interesante, porque no sabemos mirarlo." Esta idea sobre el valor de la cotidianidad y nuestra incapacidad para apreciarlo está muy bien representado en la peli de Smoke http://youtu.be/SZ4dLYDN0RU. Vamos tan deprisa que no tenemos tiempo para apreciar la infinita riqueza, variedad y valor del mundo que nos rodea.
Hay otro elemento que tratas muy de soslayo y que en mi opinión es clave para entender el creciente interés que suscita en la actualidad el deporte, la competición y el riesgo: el de la juventud. Vivimos, o aparentamos vivir, en una sociedad de hombres y mujeres eternamente jóvenes. La adolescencia que llega hasta los 30 o incluso los 40 y nos hace evitar las responsabilidades y buscar el placer. Como tu bien dices arriesga mas el joven porque tiene poco que perder (responsabilidad) y la adrenalina es una droga potente y gratuita (placer).
Además, como adolescentes necesitamos reivindicar nuestra independencia asumiendo riesgos, para prepararnos para asumir los riesgos reales que conlleva la asunción de compromisos. Pero en nuestra sociedad ese paso hacia la madurez se posterga cada vez más en un intento de prologar la juventud y vencer así a la vejez y a la muerte.
Ya vivimos en una sociedad de superhombres en la que el dolor, el cansancio, la enfermedad, la debilidad… todo lo que nos hace humanos es, sistemáticamente, evitado u ocultado. Desde la publicidad y los modelos sociales se nos insta constantemente a permanecer siempre bellos, sanos y fuertes: siempre jóvenes. En las mujeres a través del ideal de la belleza, en los hombres al de la fuerza. Y el deporte es un medio para conseguirlo. La competición y el riesgo una forma de reforzarlo.
No creo que "hayas vuelto asustao", simplemente la experiencia te ha servido además de para practicar un deporte que te gusta y conocer un sitio hermoso, para ponerte en contacto con tus sentimientos y reflexionar sobre ellos. Con lo cual ha sido triplemente satisfactoria para ti e interesante para los que te leemos.