Chamonix, jueves, 23 de Junio.
Nos despertamos esperanzados de que el tiempo se porte bien, pero tras mirar por la ventana y ni siquiera ver las laderas de las montañas debido a la densa niebla, cunde el desánimo.
Bajamos a desayunar mientras barajamos diversas propuestas de actividades. La que sale ganadora, aunque también a expensas del tiempo es la de subir a la Pettite Verté, un pico facilito para familiarizarnos con el entorno. De modo que tras guardar los aparejos y pertrecharnos salimos valle arriba hacia Argentiere, desde donde sale el funicular que salva la Mer de Glace, otro imponente glaciar.
Mas cuando llegamos allí nos encontramos con el cartel de "fermée" hasta el 2 de julio. ¡Qué mala suerte! Vuelta a barajar opciones...
Decidimos dar una vuelta por los alrededores de Chamonix, pues el tiempo no mejoraba. Recabamos en la Escuela de Escalada de Les Gaillands, un muro al aire libre relativamente fácil de subir con una praderita de césped en su base y un lago cercano; todo muy bucólico de no ser por el tiempo que nos acechaba.
Decidimos probar suerte con la pared y, a falta de pies de gato, como íbamos a tener que vérnoslas arriba con escaladas de algún tipo, nos calzamos las botas rígidas, yo incluso estuve a punto de ponerme los crampones, cosa que no me hubiera venido mal.
Mi compañero Javier empezó abriendo la vía mientras yo le aseguraba sólo con la cesta... He de decir que el tío tiene unos huevos... ¿alguno de vosotros dejaría que su vida dependiera de alguien inexperto? Pues él sí. Lo hizo durante todo el viaje.
Llegó a la primera reunión, digamos que a unos 25 m. del suelo, y me cedió el turno; ahora él me aseguraba desde arriba mientras yo subía. Cuando yo llegué a la reunión volvió a salir él hacia arriba. Empezó a chispear.
Cuando llegó a la siguiente reunión, la lluvia arreciaba; para más dificultad un guía francés con dos niñas de doce años se me metió por la izquierda, yo sólo podía subir en vértical por un neis mojado y con bota dura; yo, que lo más que he escalado han sido los peldaños de mi casa (un tercero).
Imposible. Hechos una sopa, decidimos abandonar la empresa. Javier rapeló hasta mi posición. Después me tocó rapelar a mí... Rapelar... Confiar tu vida a un vulgar trozo de tela (sintética, eso sí) llamado arnés. Mi brazo izquierdo se resistía a aflojar la cuerda. No conseguía bajar, no podía ponerme perpendicular a la pared... Pero al final lo hice. De los veinticinco metros, la primera mitad parecía un fardo de patatas, la segunda mitad parecía un hombre de Harrelson.
Cuando llegué abajo descubrí con horror que todo el material se nos había mojado, pues lo habíamos dejado alegremente sobre unas rocas: guantes, gorra, botas... Cuando Javier bajó recogimos todo y nos metimos en el coche; fue entonces cuando empezó a descargar de verdad... Menos mal.
La experiencia estuvo bien, pues me serviría dos días después, para hacer la Arista de los Cósmicos.
Como algo habíamos hecho nos habíamos ganado unas cervezas y la comida. Es más, estábamos de vacaciones, teníamos derecho a comer y a beber. ¿La cerveza en Chamonix? Heineken, aunque por lo menos la hay de barril. ¿La comida? Hay de todo, aunque por lo general caro...
Y aquí es donde se hace preciso hablar de los aspectos positivos y negativos de la globalización: vale que no nos recorrimos todos los rincones de Chamonix buscando el garito tradicional, pero miraras a donde miraras encontrabas bebidas, comidas y artículos de consumo del mundo occidental civilizado, esto es, industrializado, uperizado, pasteurizado, envuelto en plástico y con sello CE (que no significa "Comunidad Europea", sino "Conforme a Exigencias" o algo parecido, porque debería ser en inglés). De este modo el turista que viaja a otro país se encuentra como en casa. Mas el verdadero problema no es este, sino los medios de comunicación, la prensa, televisión e internet: a través de ellos tenemos acceso visual a todos los sitios del mundo. Antes de ir a Chamonix, a los Alpes, ya hemos estado allí infinidad de veces, en los Andes y en el Himalaya. De modo que al menos la sorpresa paisajística es menor... Claro que... Otra cosa es adentrarse en los glaciares a temperaturas bajo cero.
La sorpresa ya no existe, el mundo se ha hecho adulto... Quizá en el África profunda, o en recónditos sitios de Asia...
No contentos con nuestra pequeña actividad matutina, cavilamos dónde podíamos pasar la tarde y haciendo qué. Hielo, empezar a picar algo de hielo, por ejemplo en el Bossons, que estaba relativamente cerca. Así que cogimos el coche de nuevo y nos dirigimos hacia el túnel del Mont Blanc. Justo a la entrada del túnel hay como un aparcamiento y a la derecha sale una pista hacia el glaciar y un chalet (chiringuito).
En poco más de una hora de subida constante, con bota dura, aunque por sendero de tierra, llegamos a la morrena lateral del glaciar. Aquí sí que debo decir que me sorprendí de lo oscuro que estaba el hielo, debido a todas las rocas que arranca a su paso y los desprendimientos de piedras. Ya me había sorprendido el día anterior cuando los vi desde el coche. Pero desde cerca era impresionante la masa de hielo. Para poder hacer algo sobre el hielo debíamos descender la morrena, salvar la grieta lateral y situarnos en algún resalte lateral donde no corriéramos el peligro de que nos aplastara un serac, de modo que tuvimos que seguir subiendo por la morrena hasta llegar a un lugar conocido como las Pirámides (por la forma de las piedras, supongo). Sin embargo, el tiempo físico se nos había echado encima (eran las cinco o seis de la tarde) y el tiempo atmosférico estaba también por echarse (de vez en cuando la niebla cubría el glaciar). Decidimos no bajar y darnos la vuelta. Fue entonces cuando comenzó a chispear, después a llover y más tarde a diluviar... ¿Y para qué me había comprado un pantalón de Gore-Tex de 200 euros? Para dejarlo en el coche, eso es. Bueno, al menos la chupa (170 euros), a pesar de que no nos convence la sujeción de la capucha (tres automáticos), cumplió su función.
La bajada fue larga y húmeda (pero no como las noches de tus sueños, sucio lector); algún resbalón también dimos. Y al acabar teníamos los pies molidos, sobre todo los dedos gordos de sujetar el peso del cuerpo, pues la bota, al no doblarse, no permite descansar en el metatarso.
Pero bueno, al menos habíamos sudado lo suficiente como para no tener remordimientos de conciencia a la hora de reponer líquidos.
Ese día nos acostamos prontito, sobre las nueve, porque estábamos cansados. Pero no fue el día que nos acostamos más pronto.
En fin, aquí os dejo unas fotos del glaciar:
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