4 de agosto: Roncesvalles – Larrasoaña
Como ya os dije, la segunda noche, y todas las que siguen, se duerme fenomenal; el cuerpo está cansado y el alma despejada de dudas, culpas y otras preocupaciones. No obstante yo tengo la facultad de, ante los problemas, dormir todavía más... es la estrategia del avestruz: duermo para huir del problema, aunque cuando despierto el problema sigue ahí... bueno, alguna vez me he despertado con la solución; recuerdo una vez que me propusieron, sugirieron, recomendaron o mediobligaron a trabajar de “negro” para un profesor de la facultad: tenía que escribir un par de artículos para una enciclopedia de filosofía que se publicaría en Sudamérica; evidentemente mi nombre no aparecería en ella, sino que se me gratificaría con 30 euros. 30 míseros euros por... ¿una semana de trabajo? ¿más? El profesor en cuestión me propuso una lista de artículos entre los que debería escoger dos; los artículos correspondían a palabras que aparecerían en el diccionario o enciclopedia. Toda una tarde me pasé pensando qué dos dichosas palabras escogería (aquellas sobre las que más supiera, por supuesto); llegó la hora de dormir y me acosté con la tremenda duda. 6 horas más tarde me despertaba con la solución: la primera y única palabra que me vino a la mente fue un gran NO, punto. Llamé al hombre, le dije que no, y ya está. Sin consecuencias.
Ahora bien, una cosa es dormir a gusto y otra muy distinta es levantarse del mismo modo: 6 de la mañana, tras 8 horas de sueño, porque los albergues cierran a las 22 h., cosa que no he comentado en este blog... O sea que de fiesta poca a lo largo de todo el Camino; la única fiesta es la que te podías permitir desde que terminases de ducharte-lavarlaropa-estirarorelajarte hasta las diez de la noche. 6 de la mañana, repito, casi todo el mundo en danza y las luces apagadas. Si algo he llevado mal a lo largo de este mes, ha sido la preparación de por las mañanas; el ritual se resume muy fácilmente en pocas palabras: recoger las cosas en la mochila y darte vaselina en los pies. Pues para realizar estas dos operaciones yo tardaba... una hora y media. Invariablemente, día tras día, me levantaba, iba al baño (por cierto, y hablando de cirios, como aquí se ha hablado, solo hasta muy entrado en el Camino, hasta después de diez o quince días, uno empieza a levantarse con el cirio, ya que al principio no quedan fuerzas ni para eso), volvía, me sentaba en la cama y estudiaba cómo podría meter las cosas en la mochila de la forma más eficaz y silenciosa posible, porque siempre quedaba alguien durmiendo. Desde pequeñito, cuando estuve haciendo la mili, aprendí a llevar al campo todas las cosas metidas en bolsas de plástico (y estas en la mochila), así si llueve o te caes dentro de un charco no se mojan; evidentemente no hace falta ir al ejército para aprender esto, pero yo lo aprendí allí; creo que es lo único bueno y útil que aprendí. Las bolsas de plástico pueden clasificarse atendiendo a múltiples criterios (tamaños, formas, etc.); yo las clasifico atendiendo al ruido que hacen cuando las arrugas y las vuelves a extender; hay unas que hacen poco ruido (pero hacen, todas lo hacen) y otras que hacen mucho ruido; normalmente se corresponde con el tipo de plástico de que están hechas; las que más ruido hacen suelen ser las que dan en las zapaterías y tiendas de ropa a las niñas que hacen la compra antes de ir a la biblioteca y que, por supuesto, no aguantan un minuto para enseñárselo a la amiguita fuera de la sala de lectura. Yo tenía un par de estas bolsas.
Así que debía meter mis cosas en las bolsas de plástico haciendo el menor ruido posible... Y hacerlo a oscuras, pues todavía había gente durmiendo; siempre quedaba alguien durmiendo que, en un momento dado, con las luces ya encendidas, se levantaba, recogía en un minuto y se iba, y al final quedaba yo en el albergue, el último, con cara de alelao. Pero todavía estamos a oscuras. Podía coger la linterna, sí... si es que la había dado cuerda la noche anterior (es de dinamo, que ahora se han puesto de moda), porque si no, cargar la dinamo hacía más ruido que todas las bolsas juntas. Pero, claro, con la linterna en una mano sólo queda la otra mano libre, y en la boca no terminaba de caber debido a la palanquita de la dinamo; ¿por qué dejaría en casa mi magnífico frontal? Todo este cúmulo de inconvenientes sumado a mi incapacidad física matutina, que no mental (hoy me he levantado a las 6:30 para escribir esto), hacía un suplicio de todas y cada una de las mañanas jacobeas. Luego me daba la vaselina en los pies, actividad que también lleva lo suyo. Y a veces tenía que realizar algo de lo que hablaré próximamente y que dejará estupefacto a más de uno o una: cambiarme las compresas.
Salí, entonces, camino de Burguete, el siguiente pueblo, donde podríamos desayunar, ya que en Roncesvalles estaba todo cerrado a aquellas horas; 2 km los separan. Aún recuerdo los graznidos de los cuervos en el oscuro bosque que atravesaba el Camino, paralelo a la carretera, graznidos que volvería a escuchar cada vez que despertara antes que el sol. Recuerdo también, ya caminando por el asfalto, a la entrada de Burguete, las caras de los peregrinos que subían en los taxis dispuestos a empezar ese mismo día: emoción y nerviosismo. Y el único bar abierto del pueblo, abarrotado de gente, gente peregrina, fumando, imposible pedir nada. La buena suerte hizo que pudiera tomarme un café templado, aquel que pidió alguien por error, mientras esperaba mi turno para pedir un bizcocho.
Siento no recordar prácticamente nada del camino hasta Zubiri, salvo que se trataba de estrechos senderos en los que era difícil apartarte al paso de las bicis. Ya en esta etapa empecé a ver curiosidades de las que me hubiera gustado hacer fotos, como los humildes monumentos levantados en recuerdo de peregrinos fallecidos durante el camino, por lo general personas de avanzada edad y, seguramente, no novatos. El resto del personal, los peregrinos vivos, tenían por costumbre adornar estos y otros muchos tipos de monumentos, cruces e hitos del Camino, con piedras y efectos personales: un calcetín, una cámara de rueda de bici, una fotografía, un papel con un texto escrito que la lluvia y el tiempo habían borrado... Cualquier cosa. Resultaba emotivo. Esta manía, sin embargo, llegaba al grado de vertedero en la Cruz de Hierro, en León, a la entrada del Bierzo. Aunque también he de decir que, gracias a ella, pude agenciarme un gorro cuya visera no me quitara la visión del paisaje, solo los rayos del sol (y es que se me olvidó almidonar las alas del que yo llevaba).
Por estos senderos debí adelantar a una pareja de simpáticos madrileños, Javier y Sonia, con los que luego viviría muchas y variadas aventuras... Y las que nos quedan, que aquí en Madrid también hay campo. Pero de lo que sí me acuerdo es del encuentro con David, el hermano de Javier, un chaval musculoso, moreno, guapo, simpático y... cocinero. ¡Y sin novia, chicas! El sueño de toda mujer. Me daban ganas de volverme homosexual. Este es David:
Foto de David
Chicas, cuidado con la baba, que vais a producir un cortocircuito en el teclado. Con estas características, evidentemente, su estado civil no iba a poder permanecer mucho en esa fase, así que no soñéis porque del Camino salió con novia y antes del verano que viene tendremos boda. Todo lo contrario que yo, bajito, calvo, con gafas, insulso, que solo hago ensaladas y bocatas y que, para colmo durante el Camino me dejé crecer las barbas. David es un buen cocinero de un buen hotel en Madrid, y allá por donde iba, albergue donde paraba, hacía la comida. “¿Quién quiere comer?”, preguntaba, “1, 2, 3... 14; muy bien”. Se iba a las tiendas (e incluso a alguna que otra huerta) y volvía con la compra. Se quitaba la camiseta dejando al aire su pecho musculoso y depilado, sus anchas espaldas, y cocinaba; cocinaba sin que gota de aceite o agua hirviendo rozase su morena piel (intentadlo vosotros y veréis), y después nosotros nos deleitábamos con sus platos: risotos, setas con aquello o con lo otro, pasta al no sé qué, menestras... Todo riquísimo. Precio: 3 euros. Como yo no participaba en la preparación, después me tocaba fregar.
Fregar los platos es una actividad que de nunca he rechazado, sino todo lo contrario, me gusta. Me gusta dar vueltas y vueltas por las paredes de las sartenes y cacerolas con el estropajo, viendo las evoluciones de las espirales de jabón entretejidas con las de grasa. Me gusta ver saltar la espuma de los vasos (acompañada de ruido ventoso) cuando introduces en ellos ese mismo estropajo. Me gusta el tacto del cristal y la loza cubiertos de jabón y la transición del aclarado, cuando los dedos dejan de escurrirse y producen un suave sonido al vencer la resistencia del rozamiento, “el sonido de lo limpio”. Y me gusta aclarar las cortantes hojas de los cuchillos, el riesgo de deslizar un dedo por cada cara. Lavar los platos no es Arte, pero sí contiene elementos muy estéticos, al menos para mí. Lástima que siempre voy deprisa, acumulando cacharros en la pila, y terminando por meterlos en el lavavajillas, donde la magia se desenvuelve oculta.
Continuará...